José Comblin
La expresión "Dios de la vida" se encuentra frecuentemente en la Biblia. Sin embargo, esta expresión no aparece mucho en la teología, en los catecismos y en la liturgia.
La teología fue influenciada por los filósofos griegos. Ellos muestran un Dios que es el Ser supremo. Le aplican la categoría de Ser, hacen de él el Ser supremo, motor u origen de todo ser. El ser humano es participación del Ser de Dios. La obra de la redención tiene por objeto llevar al ser humano a otro nivel de ser.
Esa primacía del concepto de ser muestra que Dios es visto a partir de una cosmología. Para los griegos, la realidad está hecha de diversos niveles de ser, que son representados como objetos. Cada nivel es permanente, definido por una naturaleza. La naturaleza es inmutable. No se puede pasar de una naturaleza a otra. Cada elemento del mundo es definido por su situación en la escala de los seres. Por consiguiente, la antropología que corresponde a esa teodicea contempla la naturaleza permanente del ser humano, definido por su naturaleza. Ni el movimiento, ni el tiempo, ni el cambio pertenecen a la naturaleza y, por consiguiente, están desprovistos de interés. Con esas condiciones, no hay posibilidad de alcanzar el sentido de lo que es la vida. 1
Tomando al ser como valor supremo, la teodicea griega no encuentra manera de interpretar el movimiento, la transformación y la vida. Idealiza lo permanente, lo estable, lo inmutable y todo cambio es depreciado - considerado inferior. Lo que se idealiza es la eternidad inmóvil de Dios, que sirve como modelo para los seres humanos. Por eso, la contemplación del ser eterno es superior a las actividades terrestres materiales que se desarrollan en el mundo.
De la eternidad del ser derivan la armonía, el orden y la tranquilidad. De allí la admiración por el firmamento, donde todas las estrellas ocupan los mismos lugares y la misma relación unas con otras. Su movimiento es permanente y siempre igual. No cambia en nada la sincronía existente entre ellas. Para los filósofos antiguos, el cielo de las estrellas era como una imagen del mundo ideal. Se proclama la superioridad de la vida contemplativa sobre la vida activa - aunque Jesús había desempeñado vida activa y no vida contemplativa. Basada en una cosmología de la estabilidad, la concepción de Dios como Ser supremo engendra una religión conservadora. La sociedad debe imitar el orden de las estrellas. Todo cambio será visto como desorden, como desobediencia al Creador, que creó las cosas para que sean estables, cada una según su naturaleza. El ideal humano por excelencia es el orden. De hecho, durante toda la historia de la cristiandad, el concepto de orden estuvo en el centro de la teología. La teología dogmática muestra el orden del universo, y la moral muestra cómo se debe obrar para mantener el orden. Lo bueno es lo ordenado.
Esa metafísica entró profundamente en la teología que, por ese motivo, ignora la subjetividad o desconfía de ella, como desconfía de todos los movimientos filosóficos modernos que estudiaron diversos aspectos de la subjetividad.
La misma eclesiología refleja esa teodicea. En el siglo XIX, en pleno ascenso de la modernidad y del Iluminismo, un ilustre predicador francés, que refundó la Orden Dominicana en Francia, el padre Lacordaire, considerado uno de los hombres más progresistas en la Iglesia de aquel tiempo, inauguró la famosa tradición de los sermones de cuaresma en Nôtre Dame de Paris. En cada domingo de la cuaresma un predicador ilustre estaba encargado de tratar un tema de actualidad. El primero fue Lacordaire, también conocido por su gran talento de oratoria.
Hablando de la Iglesia en medio de un mundo en plena ebullición, Lacordaire afirma que ella "mole sua stat" 2 La Iglesia está en pie gracias a su masa. Ella es como una masa inerte, como una piedra inerte que resiste a todas las presiones, a todas las vicisitudes del mundo. La sociedad estaba en pleno cambio, pero la Iglesia permanecía inmutable, firme en su masa inerte. Esa era la convicción unánime protagonizada por la figura más prominente de la Iglesia de aquel tiempo, cuando Francia era el mayor país católico de la cristiandad. ¿De dónde podía surgir ese pensamiento? De la filosofía griega integrada en la teología católica oficial, o sea, la teología de la jerarquía.
La presencia del Ser como eje principal del pensamiento católico solamente podía agradar a las clases dirigentes de la sociedad, que sentían el apoyo de la Iglesia en sus luchas contra cualquier tipo de revolución o de cambio. Hasta hoy la Iglesia romana, especialmente en Europa, no consiguió y no quiso liberarse de ese conservadurismo. Se convirtió en guardiana del orden. Se constituyó en firme apoyo a los partidos conservadores, tolerando solamente algunos movimientos progresistas de católicos, pero con muchas reservas. Esa práctica conservadora podía invocar argumentos sacados de la teología tradicional de Occidente.3
Esto explica porqué todo cambio es considerado peligroso, una amenaza a la identidad del cristianismo. Adoptar al Dios de la vida como atributo principal de Dios solamente podía comenzar en otro continente. De hecho, eso ocurrió en América Latina.4
"En nombre de los habitantes de Villa El Salvador, y de todos los nuevos barrios pobres de Lima, Víctor e Isabel Chero, presentados fraternalmente por el pastor de la región, el Obispo Germán Schmitz, iniciaban así su saludo a Juan Pablo II: "Santo Padre, tenemos hambre". En su simplicidad y dureza, esa frase da el tono a todo lo que sigue: "Sufrimos miseria, nos falta trabajo, estamos enfermos. Con el corazón partido de dolor, vemos que nuestras esposas pasan los embarazos tuberculosas, que nuestros niños mueren, que nuestros hijos crecen débiles y sin futuro... Pero a pesar de todo creemos en el Dios de la vida".5
La preocupación por la vida se vuelve particularmente sensible cuando está amenazada por la muerte. El que consiga crear una amplia estructura de protección contra todos los peligros, no precisa preocuparse por la vida. Puede estar en la ilusión de que la muerte no existe y que la vida es un bien asegurado. Para quien vive en una amenaza permanente, sintiendo que la muerte está muy cerca, no puede no pensar en la vida, valorizarIa, preocuparse por ella y recurrir a Dios. Para éstos, Dios es el último recurso, la última defensa, el único salvador cuando todos los otros están haciendo falta. El Dios de la vida es una expresión muy significativa.
Ahora bien, América Latina es un continente en el que la amenaza de muerte está muy cerca de la mayoría de la población. Esa situación continúa después de 50 años de discursos, reuniones, asambleas, proyectos, promesas solemnes, planes, tratados etc. La situación actual es herencia de la colonización. En 50 años, el continente cambió mucho, produjo mucha riqueza para las empresas extranjeras y para las elites locales herederas de los colonizadores. Las ciudades son, por un lado, la reproducción fiel de las ciudades norteamericanas, pero, por otro lado, refugios de millones de miserables. Parece que la colonización fue una maldición para la inmensa masa de los pobres.
La conquista fue hecha bajo la señal de la muerte. Los pueblos indígenas fueron exterminados, reducidos a la esclavitud, víctimas de enfermedades desconocidas. Se desencadenó un genocidio que hizo desaparecer a la gran mayoría de la población - tal vez un 80% y en ciertas regiones más todavía. Algunos estiman en 80 o 90 millones el número de víctimas. En la isla de Santo Domingo y en la isla de Cuba no sobrevivió ningún indígena. Fue un inmenso genocidio.6
Los indígenas vivieron esto como un gigantesco cataclismo contra el cual no había defensa posible. 7 La conquista se realizó con una crueldad increíble. Los indígenas fueron torturados, quemados, cortados en pedazos. Todo lo que tenían fue destruido. Perdieron sus ciudades, su organización social, su sistema económico, su cultura y, poco a poco, la propia lengua. Para ellos, fue como si el mundo hubiese acabado, dejando apenas ruinas.8
Chilam Balam de Chumayel, el porta-voz del pueblo Maya, narra lo siguiente respecto a lo que sucedió con la llegada de los españoles: "Entró para nosotros la tristeza... Porque los 'muy cristianos' llegaron aquí con el verdadero Dios. Pero ése fue el comienzo de nuestra miseria, el comienzo del tributo, el comienzo de la limosna, a causa de la cual surgió la discordia oculta, el principio de peleas con armas de fuego, el principio de los atropellos, el principio del despojamiento de todos, el principio de la esclavitud, el principio de las deudas ficticias, el principio del sufrimiento. Fue el principio de la obra de los españoles y de los curas, el principio de los caciques, de los maestros de escuela y de los fiscales.
¡Eran niños pequeños los jóvenes de los pueblos y cómo eran martirizados! ¡Desgraciados esos pobrecitos! Los pobrecitos no protestaban contra aquél que los esclavizaba, el Anticristo en la tierra, puma de los pueblos, gato montés de los pueblos, y chupador del pobre indio. Pero llegará un día en que llegarán hasta Dios las lágrimas de sus ojos y vendrá la justicia de Dios de un golpe sobre el mundo".9
Fueron reducidos a la condición de esclavos. Centenares de millares murieron en las minas de plata de Potosí. La plata de Potosí enriqueció los palacios y las iglesias de España. Los esclavos indígenas tuvieron que trabajar en el interior de la montaña en condiciones insoportables, que hacían que muriesen en pocos meses. Cada comarca era obligada a proveer un contingente de trabajadores condenados a morir de esa manera cruel en las minas. Los jefes indígenas tenían que mandar a sus jóvenes para el sacrificio.
Los conquistadores se apoderaron de las tierras productivas, y los indígenas tuvieron que trabajar como esclavos, siendo tratados con crueldad.
Después de ellos, vinieron los esclavos africanos. Fue otro genocidio. El comercio de los esclavos africanos se transformó en relevante negocio, que permitió la primera gran acumulación de capital y el origen del capitalismo. El comercio de los esclavos hizo la riqueza de Europa. Millones de esclavos fueron llevados del África para América. Muchos morían en el viaje, dadas las condiciones infrahumanas en que eran transportados en los navíos. Como esclavos, tuvieron que trabajar en las plantaciones o en las minas. Los que eran elegidos para el servicio doméstico podían considerarse privilegiados.
Los esclavos africanos perdían la libertad, sus familias, sus bienes, su lengua y su religión. Entraban en un mundo totalmente ajeno, sin comunicación alguna a no ser la amenaza de castigo. Estaban rigurosamente sin nada, contando solamente con la comida dada por el dueño - que era siempre escasa. Morían después de pocos años, agotados por las condiciones de trabajo.
Sobre los indios y los esclavos negros la muerte revoloteaba siempre, sin cesar. La muerte estaba siempre rondando cerca. Todo les recordaba que eran los vencidos y dependían de los caprichos de los vencedores. Su vida dependía del humor de sus dueños. Cualquier motivo extraordinario, por más insignificante que fuese, podía provocar la muerte. Y aún cuando no sucediera de esa manera, el trabajo excesivo llevaba a la muerte prematura casi inevitablemente.
Cuando se habla de muerte y vida en este continente, no podemos perder de vista esta historia, pues ella continúa determinando la condición de los pueblos.
Hace casi dos siglos que se proclamó la independencia en la mayoría de los países que nacieron de la desintegración del imperio español - y, en el caso del Brasil, del imperio portugués. Los nuevos Estados independientes imitaron las constituciones de los Estados europeos o de los Estados Unidos. Proclamaron la libertad de todos, pero no suprimieron la esclavitud a no ser mucho más tarde. Proclamaron la igualdad de todos los ciudadanos, pero unos pocos tenían todo y la mayoría quedaba sin nada. Toda la propiedad quedaba en las manos de las familias de los vencedores, y la solidaridad era puro discurso.
Las constituciones son actualizadas periódicamente y procuran confirmar los derechos y deberes de todos los ciudadanos, con el fin de convencerse de que tienen un Estado republicano y democrático. Sin embargo, el sentido de las constituciones y de las leyes no es aplicado de modo inmediato cuando se trata del derecho de los negros y de los indios. No son ciudadanos iguales, a pesar de todos los textos. Las proclamaciones de derechos no consiguen cambiar el contenido de la sociedad. Los descendientes de los indígenas y de los esclavos ya no son tratados como propiedad de sus dueños. Pero permanecen igualmente marginados. Un abismo separa a los descendientes de los vencedores y los de los vencidos. Además, una fuerte inmigración blanca reforzó a la clase dirigente, proveyéndole los cuadros necesarios para modernizar el país sin recurrir a las razas inferiores, que permanecen fuera de las instituciones, del régimen de trabajo, de la economía moderna y del desarrollo cultural. El racismo es condenado por las leyes, pero es practicado en la vida diaria y permanece como estructura básica de la sociedad.
Es verdad que, en las últimas décadas, surgieron movimientos indígenas y negros que consiguieron aglutinar fuerzas políticas y procuraron ejercer un papel político importante como en Bolivia, en Perú y en Ecuador. Pero, hasta ahora, todavía no entraron en el tejido de la economía o de la cultura dominante. Todavía son marginados, aunque su poder pueda crecer en el futuro.
Todo esto hace de América Latina un continente de muerte. Las elites no quieren ver, no quieren saber y tratan de esconder la realidad. Piensan que, con un lindo discurso, los problemas se resuelven. Un turista o un viajante pueden perfectamente recorrer muchas de nuestras ciudades y puntos turísticos sin descubrir que existen millares de miserables. En cuanto las elites se niegan a ver y a reconocer la realidad, será muy difícil cambiar la situación.
Todavía estamos próximos a la situación descrita por Bartolomé de Las Casas: "La causa por la cual los cristianos mataron y destruyeron un número tan grande de almas fue solamente por tener como su fin último el oro, queriendo llenarse de riquezas en pocos días".l0
Sin embargo esos pueblos vencidos también quieren vivir. Hacen la experiencia diaria de la precariedad de su vida. Deben luchar para sobrevivir. Muchas veces son obligados a inventar medios de subsistencia tan limitados que les permiten más una sobrevivencia que una vida verdadera. Sin embargo, quieren vivir, y por eso la vida tiene un sentido mucho más fuerte para ellos.
El Dios de la vida responde más intensamente a sus aspiraciones, por ser la única esperanza que tienen para vivir. Es frecuente oírles decir que, si no hubiese Dios, nadie los ayudaría a vivir.
Por eso, en Medellín, los obispos latinoamericanos reunidos en la 2a Conferencia del CELAM, podían decir: "Esta miseria, como hecho colectivo, es una injusticia que clama al cielo".11 "Al hablar de una situación de injusticia, nos referimos a aquellas realidades que expresan una situación de pecado". 12 "Una Iglesia pobre denuncia la carencia injusta de los bienes de este mundo y el pecado que la engendra". 13
Puebla explicita todavía más las afirmaciones de Medellín: "En esta angustia y dolor, la Iglesia discierne una situación de pecado social, cuya gravedad es tanto mayor en cuanto se da en países que se dicen católicos y que tienen la capacidad de cambiar" (Puebla, n. 28). "Pero a una actitud personal de pecado, la ruptura con Dios que degrada al hombre, corresponde siempre, en el plano de las relaciones interpersonales, una actitud de egoísmo, de orgullo, de ambición y envidia que genera injusticia, dominación y violencia en todos los niveles; corresponde a la lucha entre individuos, grupos, clases sociales y pueblos así como la corrupción, el hedonismo, la exacerbación sexual, y la superficialidad en las relaciones mutuas. Consecuentemente se establecen situaciones de pecado que, a nivel mundial, esclavizan a tantos hombres y condicionan adversamente la libertad de todos. Tenemos que liberarnos de este pecado; del pecado que destruye la dignidad humana" (Puebla, n.328).
A los que se preguntan porqué la Iglesia se mete en los problemas sociales, económicos y políticos de América Latina, Puebla responde: porque se trata de un inmenso pecado, y el pecado es materia para la Iglesia. La Iglesia no quiere interferir en cuestiones técnicas, pero levanta la voz cuando se trata de pecado.
En su mirada, la situación de América Latina no es problema técnico, sino problema de la voluntad humana. Las situaciones inhumanas no se deben a razones técnicas, sino a decisiones tomadas por hombres concretos que defienden estructuras injustas tomadas por otros hombres en el pasado.
La situación de América latina no cambió mucho desde Puebla, salvo en el sentido que hubo un gran desarrollo y que ese desarrollo enriqueció a una pequeña clase dominante, dejando a las grandes masas en una situación más precaria, con el aumento del desempleo y la ausencia de políticas habitacionales decentes. Dada la inercia de los dirigentes, podemos presumir que el futuro de América Latina es el desempleo, la favela y la violencia. Muy poco se hace para cambiar esa situación. Hay, sí, una conciencia creciente en las masas marginadas de que ya no deben someterse pasivamente a la dominación que las oprime. Hay un despertar de los pueblos oprimidos. Ése es el significado de las elecciones en Venezuela, en Bolivia, en Ecuador, en Nicaragua, en México, en Paraguay y también en la Argentina, en el Uruguay y en el Brasil. ¿Qué puede suceder? Todavía no sabemos. No podemos prever lo que los pueblos pueden hacer y cómo pueden vencer a las clases dirigentes que concentran poderes tan inmensos. Mientras tanto, las fuerzas de vida se están expresando. Los pueblos no morirán y no serán aplastados. Pueden resurgir un día.
Por consiguiente, hay una interpretación típicamente cristiana de la situación en que estamos viviendo. Es una aplicación práctica del drama de la humanidad manifestado en la Biblia, y que San Pablo condensa en fórmulas contundentes. La historia va siendo tejida en una lucha constante entre fuerzas de vida y fuerzas de muerte. Al final la muerte parece triunfar - lo que se manifiesta en la historia del pueblo de Dios y en la muerte de Jesús -, pero, con la resurrección de Jesús y con la resurrección permanente del pueblo de Dios en medio de tanta muerte, es la vida la que triunfa.
Lo que la Biblia nos dice no puede ser una historia puramente literaria. No puede referirse a un mundo sobrenatural paralelo al nuestro. Ella nos enseña lo que vino sucediendo en la vida de los seres humanos en todos los tiempos - y, de modo particular, en nuestro tiempo. América Latina es el ejemplo más evidente de esa revelación del misterio de la historia de la humanidad.
La Biblia solamente puede ser entendida si nos referimos a situaciones reales vividas por seres humanos también reales. Y las situaciones de nuestra vida solamente reciben su sentido verdadero cuando hacen referencia a la Biblia - de modo particular la vida, la muerte y la resurrección de Jesús.
El mensaje cristiano transforma las perspectivas humanas. El problema que perturba a los seres humanos y que los preocupa es que tenemos que morir. Lo que preocupa es nuestra muerte personal. Las religiones proponen una infinidad de recetas para recurrir a las fuerzas sobrenaturales que nos pueden salvar de la muerte. El miedo de la muerte preocupa a todos, también a los privilegiados de la sociedad. Tratan de apartar ese pensamiento, pero, a pesar de una vida de distracción, no consiguen escapar. En el fondo esa preocupación está presente y va creciendo con la edad. La industria de la diversión procura apartar la idea de la muerte, pero en la práctica no lo consigue.
Las filosofías enfrentarán la realidad de la muerte y tratarán de amenizar esa perspectiva con la sabiduría, para hacerla menos cruel, menos perturbadora y menos sufrida.
En la Biblia la perspectiva es invertida. Lo que preocupa no es nuestra muerte, sino la muerte que provocamos en los otros. No es la muerte que sufrimos, sino la muerte que desencadenamos, que nos usa como instrumentos para matar a nuestros hermanos. Pues, si hay en nosotros fuerzas de vida que nos permiten crear vida, servir a la vida, también hay fuerzas de muerte que matan. Somos capaces de destruir y de matar a otros seres humanos. Algunos pocos matan de un golpe. Pero es posible también matar sometiendo a todo un pueblo a la esclavitud y a la miseria. Cuando el mundo rico da a sus trabajadores un salario diez veces más alto de lo que ganan los trabajadores del tercer mundo para hacer el mismo trabajo, mata. Cuando el capital sirve para enriquecer a un puñado de accionistas, dejando a los trabajadores en un nivel de subsistencia, mata.
Los sabios de este mundo inventaron teorías para explicar que esas muertes son consecuencia inevitable de las leyes de la economía y que no hay nada que hacer, a no ser aliviar los sufrimientos con limosnas y ayuda asistencial. No quieren reconocer que las decisiones humanas pueden transformar la economía. Ahora bien, no podemos buscar refugio en las leyes de la economía para sentirnos libres de toda responsabilidad.
El problema mayor no es que vamos a morir, sino que podemos - consciente o inconscientemente - matar o ser cómplices con quien mata a los pocos. Se mata asimismo por la indiferencia a través de la muerte lenta o rápida de los otros - que son personas como nosotros.
Por eso, América Latina entra en nuestra perspectiva. Ella constituye una manifestación del drama explicitado por Jesús y por Pablo. Todos los pueblos mueren, pero aquí en esta América se mata. Un puñado de poderosos condena a muerte a una gran masa, con total indiferencia o por la explotación sistemática. Su dios continúa siendo el oro, y el oro mata. Tenía razón el cacique indio que había descubierto que el dios de los blancos era el oro, y que, para conquistar sus favores, era preciso organizar el culto al oro. El culto al oro continúa funcionando perfectamente también hoy.
Pablo describe esa situación con fuerza y energía. La muerte es consecuencia del pecado. El pecado está en nosotros y el pecado consiste en matar al hermano, cualquiera que sea la forma. La muerte está en nosotros como capacidad de matar, como inclinación para matar.
"Así como el pecado reina para la muerte, así por la justicia, la gracia reine para la vida eterna por Jesús Cristo nuestro Señor" (Rm 5,21). "Que el pecado no reine más en vuestro cuerpo mortal para hacernos obedecer a sus tendencias. No pongáis más vuestros miembros al servicio del pecado como armas de injusticia, sino, como vivos salidos de entre los muertos, haciendo de vuestros miembros armas de justicia, poneos al servicio de Dios" (Rm 6,12-13).14
"Pues yo sé que en mí - quiero decir, en mi carne - el bien no habita: querer el bien está a mi alcance, no, sin embargo, practicarlo, ya que no hago el bien que quiero, y hago el mal que no quiero. Ahora bien, si hago lo que no quiero, no soy yo quien obra, sino el pecado que está en mí" (Rm 7,18-20).
Pablo expresa esa idea dentro del cuadro de la representación bíblica del Génesis - que describe cómo el pecado entró en el mundo con Adán. Pero no debemos tomar al pie de la letra las figuras literarias de la Biblia, que son mitos corregidos y adaptados a la revelación de Dios. Lo que Pablo enseña como novedad es que todos nosotros estamos en el pecado, que el pecado obra en nosotros y que nuestra vida será una lucha contra ese pecado - contando con la gracia de Dios.
En las últimas décadas - sobre todo después de la conferencia de Medellín - se destacaron los conceptos de pecado social y de pecado estructural. La dominación y la exclusión se volvieron estructuras de la sociedad de tal modo que renunciar al pecado supone reformas estructurales. Está claro que las clases dominantes no reconocen el pecado social y también que no ven pecado alguno en la economía establecida. Sin embargo, la experiencia vivida por todos los que luchan por la justicia y por la paz enseña que el mal está en la estructura. Por eso los seres humanos pueden no darse cuenta de que están en pecado, porque no salen de las estructuras de pecado.15
Ahora bien, por la gracia de Dios, podemos librarnos de esa fuerza de muerte que está en nosotros e ingresar en una nueva existencia que es de vida. La vida triunfa sobre la muerte desde ahora por el don de Dios que está activo en el presente.
La muerte deja de estar presente y activa en nuestro obrar. Ya podemos producir vida, y no muerte. La vida triunfa sobre la muerte.
Esta lucha entre la muerte y la vida constituye el drama de la historia humana. Claro que en esa historia ocurren muchas otras cosas. Hubo la formación y el desarrollo de civilizaciones, cambios en el modo de vivir, prolongación de la vida gracias al conocimiento más exacto tanto de las enfermedades como de los remedios - y así sucesivamente. Todo esto es evidente, ni precisaría ser recordado. Sin embargo, en el fondo de cada expresión de la historia humana está siempre presente una cuestión fundamental: ¿esto favorece a la muerte o a la vida?
Esta lucha entre fuerzas de vida y fuerzas de muerte es el desafío de la libertad: ¿vamos a matar o a dar vida? Esa elección, ese ejercicio de la libertad desafía a cada persona. Cada una se define por la respuesta a la pregunta: ¿estoy dando vida o destruyéndola? ¿Hasta qué punto estoy dando vida y hasta qué punto la estoy destruyendo?
Los seres humanos están llamados a tejer su vida; el nivel más profundo de la opción es la elección entre el servicio a los otros o la destrucción de los otros. Es en esa elección que se define para siempre el valor de la persona. Su suerte, al final de esta vida terrestre, depende de la elección hecha durante esta vida.
La historia humana está hecha de guerras casi ininterrumpidamente. Los monumentos de la historia de los pueblos antiguos se refieren esencialmente a las guerras y sobre todo a las victorias, porque a los pueblos vencidos no les gusta recordar las derrotas - aunque a veces las recuerden para mantener la esperanza de una venganza.
Hubo guerras en las que fue practicado un verdadero exterminio. Hubo guerras que duraron varias décadas - como la guerra civil colombiana, que todavía continúa y de la cual no se prevé un final. En el presente hay guerras en el Oriente Medio, en Sri Lanka, en las Filipinas y en las fronteras de la República del Congo.
Hay matanzas que procuran destruir un pueblo entero, como ocurrió en el Holocausto nazi. Hay guerras raciales, religiosas, políticas y económicas que tienen por finalidad la destrucción de una raza, de una religión, la afirmación del poder de dominación política o la dominación económica sobre los recursos naturales.
La propia Iglesia fue responsable de innumerables guerras. Hubo cruzadas contra los musulmanes y contra los herejes. El Papa fue, durante siglos, el jefe de los ejércitos cristianos, teniendo como subordinados emperadores, reyes y duques o condes. Para poder ser jefe del ejército, tenía que esconder el evangelio y
adoptar como cristianismo una ideología imperial heredada del Imperio bizantino de Constantinopla.
Hoy, la guerra del Oriente Medio en Afganistán o en Irak - con la amenaza de extenderse para Irán - es una guerra hecha en nombre del cristianismo, con el fin de imponer el modo de ser de los americanos al mundo entero. Los musulmanes sienten en ella la continuación de las cruzadas. Así como perciben en el Estado de Israel una continuación del reino cristiano de Jerusalén - que duró 250 años.
Esa omnipresencia de la guerra muestra lo que son las fuerzas de muerte en la historia humana. Cuántos pueblos aniquilados, cuántas civilizaciones destruidas, cuántos pueblos viviendo en la esclavitud.
En este momento, dominan las fuerzas económicas de los grandes grupos financieros y de las multinacionales, que pueden contar con la fuerza militar de los Estados Unidos y de Europa. El resultado es visible: grandes masas populares excluidas y condenadas a sobrevivir con las sobras; reducción de la remuneración del trabajo, orgullo de una clase dominante que moviliza cada vez más los recursos mostrando con arrogancia su riqueza. El rendimiento del capital va creciendo y la parte de los trabajadores está disminuyendo. Es una verdadera guerra de los dueños del capital contra los trabajadores y las masas populares en general. Si las víctimas son descendientes de los esclavos negros o de la población indígena, la destrucción es peor todavía - como ocurrió en África por parte de las potencias económicas, que recurrieron a la guerra para mantener su imperio económico.
La historia de las guerras muestra el gigantismo de las fuerzas de muerte - con el agravante de que las guerras fueron sacralizadas. Los combatientes pretendieron matar en nombre de su Dios o de sus dioses. Los que murieron en la guerra son tratados como héroes o mártires, cuando en la realidad fueron simplemente víctimas de los dominadores. Fueron víctimas de las fuerzas de muerte. Encuentran que Dios es quien da la victoria y que él está implicado en el conflicto queriendo dar la victoria a su preferido. De ahí la importancia de la oración y de los sacrificios ofrecidos para conseguir la victoria, o sea, para poder matar a los otros. De ahí la importancia de la presencia de obispos o por lo menos de sacerdotes en los campos de batalla y en los cuarteles. Se trata de dar un sentido religioso a la guerra, lo que excita más el impulso guerrero de los soldados combatientes.
Todavía hoy, en una sociedad bastante secularizada, sigue existiendo la sacralización de las fuerzas armadas, a las cuales se les reconoce en tantos países el derecho de dirigir la nación. Las fuerzas armadas son los últimos objetos sagrados de una cultura secularizada. Basta ver lo que sucedió y aún está sucediendo en los Estados Unidos.
Gran parte de las investigaciones científicas actuales consisten en descubrir instrumentos de destrucción cada vez más potentes, de tal manera que en pocos minutos se pueda destruir millones de personas. Cuotas fabulosas de recursos de las naciones son aplicadas en la modernización del aparato bélico. Los gastos en armamentos son aceptados por los pueblos, porque ven en las fuerzas armadas una institución sagrada. Ellas encaman, en cierto modo, el espíritu de la nación. Criticarlas significaría ser mal ciudadano o, eventualmente, traidor. En América Latina, en tiempo de los gobiernos militares, la ideología oficial enseñaba que las fuerzas armadas eran la última reserva moral de la nación y que ellas estaban encargadas de salvar la nación en la hora de los grandes peligros. No se percibía que ahí estaba la voz del dios de la muerte.
El gobierno del presidente Bush inventó y proclamó la guerra preventiva. A partir de ahí, se dio un nuevo paso en la legitimación de la guerra. La guerra se justifica no solamente como respuesta a una agresión extranjera, sino que también pretende impedir que otra potencia pueda ser un día un rival poderoso. De esa manera todas las guerras de conquista quedan legitimadas. El imperio conquistó 50 pueblos, pero siempre encontró racionalizaciones para mostrar que todas sus guerras eran defensivas y respondían a la agresión de los pueblos.
Ahora todo es más fácil. No es necesario que un país haga una agresión. Basta que un día, aunque supuestamente, se vuelva capaz de una agresión.
Cuando se declara la guerra, casi todos están entusiasmados y apoyan a las fuerzas armadas. Basta ver lo que sucedió en los Estados Unidos. Muchos norteamericanos vibraron cuando su país destruyó a Irak. Eso sucedió en un país que se declara democrático e inspirado por el cristianismo. Los otros países de Occidente - con pocas excepciones - dieron apoyo efectivo o tácito, asumiendo la destrucción del pueblo iraquí. Cuando el presidente Bush invadió a Irak, el Papa Juan Pablo II protestó, pero su portavoz luego desmintió las palabras del Papa, recordando que la doctrina cristiana de la guerra justa - que justificó tantas guerras - siempre es válida.
El entusiasmo de las multitudes, cuando un país entra en guerra, muestra la fuerza del instinto de muerte en cada uno de nosotros. Matar se vuelve un acto sagrado. Sin embargo, puede ser el último acto sagrado que una cultura secularizada todavía admite.
Otra forma de destrucción de la vida es la esclavitud. Durante siglos - y probablemente milenios -, la esclavitud fue la base de la sociedad. Las grandes obras que recibimos del pasado fueron edificadas por esclavos. El esclavo es un ser humano reducido a la condición de objeto. Es un objeto capaz de trabajar y los dueños de los esclavos procuran explotar al máximo la fuerza de trabajo de sus esclavos.
Hoy oficialmente la esclavitud no podría existir, ya que en casi todas las naciones está prohibida por ley. Sin embargo, la práctica puede ser muy diferente de las leyes. África todavía es un manantial de esclavos - por ejemplo, para ciertos países de Medio Oriente. En Brasil todavía hay esclavos, aunque no reconocidos oficialmente, pero esclavos de hecho, y que la policía y el poder judicial no consiguen eliminar. Más allá de estos esclavos que trabajan en empresas agrícolas, en las regiones más apartadas de los grandes centros industriales, están los trabajadores urbanos que viven en la condición de casi esclavitud - por ejemplo, los bolivianos en San Pablo.
Esas personas no tienen derecho a ninguna ley social. Trabajan ininterrumpidamente, con pocas horas de descanso, por un salario irrisorio que les permite subsistir. Son tratados como esclavos.
En la encíclica ‘Laborem exercens’, el Papa Juan Pablo II reafirmaba con fuerza el principio básico de la moral cristiana: "La prioridad del trabajo frente al capital".16 Lo que estamos viviendo hoy es exactamente lo contrario de ese principio. El objetivo buscado por toda la actividad humana es el lucro. Ninguna escapa; ni las actividades culturales, educativas, de salud y hasta las actividades religiosas que se someten a las reglas del marketing católico. Todo debe someterse al principio del lucro. La mejor religión es aquella que da más lucro. El marketing católico existe sin la oposición de las autoridades eclesiásticas. De cierta manera se reconoce que dios es también el dinero, y que la finalidad de la religión es acumular más dinero.
Todo el conjunto de la economía ejerce una presión constante sobre los trabajadores. El capital exige lucros cada vez mayores, las víctimas son los trabajadores. Hay presiones para disminuir el salario y las ventajas de las leyes sociales, presiones para exigir un ritmo de trabajo que aumente la productividad sin cesar y, mediante ella, el crecimiento del lucro. El sistema genera el desempleo, sin preocuparse de la destrucción material provocada. El sistema ofrece trabajos temporarios mal remunerados a la nueva generación, que se siente tratada como esclava. ¡O así (esclavos) o nada!
Nuestra sociedad no genera la esclavitud en el sentido clásico de la palabra, pero tiende a un régimen de trabajo en el que el trabajador es puro factor de producción, sin consideración por su dignidad humana. Siguiendo ese camino, el trabajo será reducido a la condición de trabajo esclavo. Dada la competencia entre algunas grandes empresas - que luchan con la finalidad de destruir a los competidores -, la dirección procura ejercer presión creciente sobre los trabajadores, tales como: la supresión de la garantía de trabajo; la reducción del número de trabajadores fijos, sustituidos por los tercerizados; la contención de los reajustes de salarios; el aumento del ritmo de trabajo; debilitamiento del poder de los sindicatos. Además de todo esto, la amenaza de transferencia de las industrias intimida a los trabajadores.
En el horizonte está el restablecimiento de la esclavitud de una manera cada vez más parecida con las formas clásicas, en cuanto un puñado de riquísimos capitalistas acumula riquezas semejantes a las de los faraones o de los emperadores romanos.
Las fuerzas de muerte están presentes y activas. Ellas controlan los medios de comunicación, que celebran sus méritos de manera vergonzosa. Gran parte de los trabajadores de esos medios, a semejanza de esclavos, necesitan vender su inteligencia colocándola al servicio de un sistema que destruye lo humano.
El mensaje de Jesús es mensaje de vida. El vino a anunciar y promover la lucha contra las fuerzas de muerte y la victoria final de las fuerzas de vida. Las palabras y los actos referidos por los evangelios lo muestran siempre "haciendo el bien " (Hech 10,38), o sea, dando vida y luchando contra las fuerzas de muerte. La curación de los enfermos y la expulsión de los demonios son bien representativas del sentido da su vida en la tierra. ¡No nos asustemos con la presencia de tantos demonios!
En la época de Jesús todos consideraban que las enfermedades físicas o psicológicas eran resultado de la destrucción realizada por los demonios. Ya no creemos más en esos demonios, pero los males están ahí. Expulsar a los demonios es restituir la salud.
Jesús sabe que todos nosotros pasamos por la tentación de las fuerzas de muerte. La lucha contra ellas comienza dentro de cada uno de nosotros. Los evangelios narran, a su modo, las tentaciones de Jesús. ¿Cuál era esa tentación? Era la tentación de usar su fuerza al servicio de la dominación. Era la tentación del poder.
En la víspera de su pasión, Jesús pasa por la tentación de huir delante de sus enemigos, lo que sería reconocer la victoria de las fuerzas de muerte y la derrota de las fuerzas de vida.
Jesús levanta la voz contra aquellos que representan, en su época y en su pueblo de Israel, las fuerzas de muerte: los jefes de los sacerdotes, los doctores de la ley y los jefes de las familias poderosas. Aún sabiendo que ellos tienen el poder de matarlo, Jesús denunciaba en ellos la presencia de las fuerzas de muerte. Con su culto, su ley y su propiedad, ellos destruyen, reducen a una condición miserable a los pobres de su país. Jesús viene a defender a esos pobres tan maltratados. Anuncia e inicia la victoria de la vida.
El mensaje de Jesús es una convocatoria para que el pueblo de los pobres levante la cabeza, despierte a la esperanza e inicie la lucha por la vida. Las bienaventuranzas son un llamado, una exhortación, para que todos esos pobres, sin poder, sin armas y sin dinero, descubran y acepten su misión de transformar este mundo de pecado, instalando en él el reino de Dios.
En cuanto a los ricos, Jesús enseña que su conversión es mucho más difícil porque tendrían que abandonar muchos privilegios si quisiesen asociarse a la lucha por la vida que los pobres asumen. Eso es muy difícil. Por eso es que pocas personas se atreven a enseñarles el evangelio. Lo que se les ofrece es un
Evangelio esterilizado, inofensivo, que no contesta su modo de vivir. No se dan cuenta que están al servicio de las fuerzas de muerte. Sin embargo, el llamado también está dirigido a ellos.
La historia muestra, mientras tanto, que siempre hubo algunos ricos que recibieron el llamado de Jesús y adhirieron a las fuerzas de vida, renunciando a sus privilegios.
Esa lucha de las fuerzas de vida contra las fuerzas de muerte es, en la realidad, la trama de toda la historia de la humanidad. Ella comenzó desde el inicio de la humanidad, pero, con la venida del propio Hijo de Dios, recibió un impulso decisivo.
Jesús dio una gran señal de esperanza, que abrió una nueva etapa de la historia de la humanidad: esperanza de un mundo nuevo, donde ocurriría la victoria de las fuerzas de vida sobre las fuerzas de muerte.
Él mismo enfrentó a las fuerzas de muerte con todas a sus energías. Enfrentó a la muerte en los enfermos y en los endemoniados; enfrentándose, así, con el mal que había invadido el cuerpo humano. Enfrentó el mal de los hombres, presente en las autoridades de Israel - que acabarán matándolo. Los enfrentó con su doctrina, con sus enseñanzas y con sus denuncias. Sabía que eso lo llevaría a la muerte. Pero tenía la misión de vencer a la muerte y abrir el camino de la vida.
Después, él mismo venció, por la resurrección, las fuerzas de muerte. La lucha contra las fuerzas de muerte lo llevó al extremo de ser derrotado, aplastado por sus enemigos. El día de su muerte en la cruz, Jesús era la imagen de la derrota, la imagen de la inutilidad del combate. Daba la impresión de que las fuerzas del mal, el pecado y la muerte habían sido más fuertes y que era preciso conformarse y someterse a esas fuerzas.
Vino entonces la resurrección como señal de la victoria final de las fuerzas de vida. Pablo proclama la alegría de la certeza de ese triunfo de la vida sobre la muerte, del triunfo de las fuerzas de vida sobre las fuerzas de muerte. "La muerte fue destruida en la victoria. Oh muerte, ¿dónde está tu victoria? Muerte, ¿dónde está tu aguijón?" (l Cor 15,54-55).
El precio de la victoria puede ser caro, ya que las fuerzas de muerte pueden matar, sin embargo no pueden triunfar definitivamente. Pueden tener victorias aparentes, pero esas victorias son ilusorias.
Por la fe en Cristo estamos unidos en su muerte y en su resurrección - disponiéndonos a luchar con él contra las fuerzas de muerte, para resucitar con él. Esta participación en la resurrección de Jesús ya existe desde ahora y ya produce vida ahora en nosotros.
"Así como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva...Si estamos muertos con Cristo, creemos que también viviremos con él" (Rm 6,4.8).
Esta vida nueva puede comenzar a ser vivida desde ahora, ya en este mundo. Nuestra situación en la evolución de este mundo y de todos sus habitantes enseña que somos limitados, parciales, sujetos a cambios y nunca seguros. Nuestra condición es frágil. Y por eso, el combate contra las fuerzas de muerte está sujeto a fallas, errores y derrotas. Sin embargo, dentro de esos límites - debidos a nuestra condición corporal, social e histórica -, la resurrección de Jesús produce vida y nos permite vencer a las fuerzas de muerte. Aunque sea de modo parcial y precario, encontramos victorias de la vida en esta nuestra caminar terrestre.
Jesús resucitado nos envía al Espíritu de Dios - que es fuente de vida. Animados por el Espíritu, podemos no solamente vivir, sino producir vida. Podemos vencer a las fuerzas de muerte y hacer reinar la vida. "La ley del Espíritu, que da vida en Jesucristo, me liberó de la ley del pecado y de la muerte" (Rm 8,2). "Sabemos que pasamos de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. Quien no ama permanece en la muerte" (l Jo 3,14).
La resurrección de Jesús anuncia también la venida futura de un mundo nuevo donde la vida triunfará definitivamente de la muerte.
En el final de esta marcha, que habrá sido una larga lucha contra la muerte y su fuerza, vendrá el punto final: "Es la morada de Dios con los hombres. El habitará con ellos. Ellos serán su pueblo y él será el Dios que está con ellos. El enjugará toda lágrima de sus ojos. Ya no habrá muerte. No habrá más luto, ni clamor, ni sufrimiento, porque el mundo antiguo desapareció" (Ap. 21,3-4).
En este mundo los seres vivos luchan contra la muerte, pero acaban muriendo. Los seres humanos son también corporales y luchan toda la vida contra a propia muerte, pero acaban muriendo. Sin embargo, para éstos hay un detalle especial: no solamente luchan contra las fuerzas amenazadoras de la muerte biológica, sino también contra las fuerzas de la muerte que matan.
Esa es la tarea del Espíritu. El Espíritu está presente desde el comienzo como una fuerza de vida que hace a los hombres y mujeres capaces de luchar contra las fuerzas de muerte; contra la muerte, que es pecado - destrucción de la vida por los propios seres humanos. Es una fuerza inmensa que envuelve al mundo entero y a los mismos seres humanos.
Por la fuerza del Espíritu los seres humanos participan también del don de la vida de Dios. Ellos también pueden, de alguna manera, dar vida. La humanidad participa del poder creador de Dios. Con la fuerza del Espíritu, cada uno de nosotros está llamado a entrar en esa lucha inmensa de reconquista de la vida.
No podemos saber detalladamente como será la nueva vida después de la resurrección. Jesús no nos dejó explicaciones a ese respecto, sino únicamente imágenes poéticas que evocan alegría, felicidad, fraternidad y paz.
Sabemos que será la realización de aquello que buscamos en este mundo. "El habitará con ustedes, ustedes serán su pueblo, y él, Dios con ustedes, será su Dios. El enjugará toda lágrima de sus ojos, pues nunca más habrá muerte, ni luto, ni clamor y no habrá más dolor. Sí, las cosas antiguas pasaron" (Ap 21,3-4). Con eso no sabemos mucho, pero sabemos por lo menos que será lo que nosotros deseamos.
Esa visión de la historia humana no es tan común entre los cristianos. Lo que aún predomina es la imagen de Dios que exige la expiación de los pecados. La historia sería un inmenso esfuerzo de expiación para evitar los castigos divinos. Dios se sentiría tan irritado por el pecado, que, para no destruir su creación, exigiría una reparación y una forma de expiación.
Para expiar los pecados, los hombres y las mujeres deberán sufrir con paciencia, destruir parte de sus bienes en ofrenda a Dios, y llevar una vida de tristeza. Nietzsche ya denunciaba que los cristianos parecían muy tristes y se preguntaba por qué no eran alegres. Esa era una cuestión fundamental en aquella época y lo sigue siendo también hoy.
De ahí una infinidad de actos penitenciales que los seres humanos se infligen pensando así agradar a Dios y calmar su irritación. Son actos de sufrimiento que las personas se aplican a sí mismas: ayuno, privaciones de satisfacciones, humillación, autoflagelación, uso de instrumentos de tortura como cilicios, pérdida de sueño y otros tipos de sufrimiento. Todo eso inspirado en la convicción de que Dios se complace en ver a lo seres humanos sufriendo. Eso le permitiría perdonar los pecados.
En esa misma línea de raciocinio, los accidentes, las enfermedades, los terremotos, las inundaciones, las tempestades, la destrucción por el fuego, por el agua o por el viento son atribuidos a Dios, que castiga, y necesitan ser reconocidos como medios de expiación del pecado.
En el mismo contexto aparecerán los sacrificios. En la teoría de los sacrificios los seres humanos deben ofrecer parte de sus bienes a Dios para compensar las ofensas del pecado. Los sacrificios son siempre pérdida o destrucción de bienes. Lo que normalmente se sacrificaba eran animales, pero en el pasado, en muchos lugares del mundo, se pensaba que Dios exigía el sacrificio de seres humanos. Los sacrificios humanos pertenecen a la historia de la humanidad y de la religión.17
Todo ese sistema de expiación - de autodestrucción de la persona para satisfacer a Dios -es común a muchas religiones antiguas y fue integrado de diversas maneras en los grandes conjuntos religiosos. La vida de penitencia y de sacrificio fue integrada dentro del propio cristianismo. La penitencia fue una parte importante de la vida monástica y de la vida religiosa que de ella procede. El tema del sacrificio fue adoptado como centro del misterio de la eucaristía y asimismo como centro de la vida eclesial. La Iglesia precisaba sacerdotes para ofrecer el sacrificio y, de esa manera, calmar la ira de Dios.
Cuando las personas tenían dudas sobre la suerte eterna de parientes o amigos, mandaban rezar muchas misas pensando que así podrían agradar a Dios y conseguir una atenuación de los castigos. Se desarrollaron prácticas religiosas basadas en el concepto de que es necesario dar satisfacción a un Dios que castiga.
Sin embargo, ya los antiguos profetas denunciaron el vicio fundamental de esa concepción religiosa que había penetrado profundamente en la religión de Israel. La influencia de las religiones del Oriente Medio hizo que los israelitas creasen todo un sistema cultual alrededor del templo, de los sacerdotes y de los sacrificios. Hay muchos pasajes de la Biblia que exponen todo ese sistema y lo atribuyen a Dios, aunque los profetas siempre habían denunciado esas concepciones del paganismo en el seno del pueblo de Dios.
"¿De qué me sirve la multitud de sus sacrificios? dice el Señor. Estoy harto de los holocaustos de carneros, la gordura de los becerros, la sangre de los toros, de los corderos y de los bueyes, no quiero más. Cuando vienen a presentarse delante de mí, ¿quién se lo ha pedido? Déjense de traerme ofrendas inútiles: ¡el incienso me causa horror! Lunas nuevas, sábado, reuniones... ¡ya no soporto más sacrificios ni fiestas!. Odio sus lunas nuevas y sus solemnidades se me han vuelto un peso y estoy cansado de tolerarlas. Cuando rezan con las manos extendidas, aparto mis ojos para no verlos; aunque multipliquen sus plegarias, no las escucho, porque sus manos están llenas de sangre. ¡Lávense, purifíquense! Alejen de mis ojos sus malas acciones, dejen de hacer el mal y aprendan a hacer el bien. Busquen la justicia, den sus derechos al oprimido, hagan justicia al huérfano y defiendan la viuda" (Is 1,11-17).
"¿Qué me importa a mí el incienso traído de Saba y la canela fina que viene de un país lejano. Ya no me gustan los holocaustos que ustedes hacen, y sus sacrificios me caen mal" (Jr 6,20).
En esa misma línea, habría muchas otras citas. El mensaje de los profetas fue siempre preparar el retorno de Israel a la verdadera religión, al Dios de la vida que no quiere a muerte.
Dios salva y perdona gratuitamente. No necesitamos pagar um precio para que Dios se disponga a perdonar. El amor de Dios es gratuito y no está condicionado por obras de religión que procuran agradar.
Pero entonces, porqué será que esa idea de la satisfacción - necesaria para la contraposición a los pecados - fue tan aceptada a lo largo de la historia de la humanidad? ¿De dónde viene la fuerza de esa idea que ocupó un lugar tan importante en las religiones? Lo que se puede es formular hipótesis. He aquí una de ellas, que me parece tener cierto valor explicativo. La necesidad del precio que se tiene que pagar para evitar el castigo es una transferencia para la relación entre Dios y los seres humanos, de la relación entre los que tienen poder y los que no tienen poder en la sociedad.
Los que dominan exigen una satisfacción y una compensación, un castigo o algo equivalente para perdonar. Su poder descansa sobre esa necesidad. De esa manera, ellos imponen su dominación e impiden la rebelión de los subordinados. En nuestras sociedades, las ideas de castigo y de satisfacción, de que el sufrimiento es el precio que se debe pagar para ser perdonado, está en la base del sistema judicial. Esa relación entre los poderosos y los otros permanece en pleno vigor - aunque nuestras sociedades afirmen defender los derechos humanos. Infligir el mal es necesario para poder perdonar. El sistema de cárceles estaba y todavía está fundado en ese principio, a pesar de las bellas teorías jurídicas que en la práctica son dominadas por el viejo principio de la venganza y del sagrado deber de la venganza.
Los pueblos hacen esa transposición para Dios. Los poderosos explican que Dios es todopoderoso y como cualquier poderoso exige satisfacción, castiga al pecador y le exige sufrimiento.
Por eso fue tan fácil difundir la idea de que Dios exigía la muerte de su Hijo y su sangre para perdonar los pecados. Los sacerdotes enseñaron eso con toda tranquilidad porque su mente estaba más orientada por el inconsciente religioso que por Jesús y su evangelio.
Si un padre terrestre exigiese la muerte de un hijo para poder perdonarle, todos encontrarían que ese padre sería un monstruo. Sin embargo, idéntico criterio es aplicado a Dios sin provocar escándalo. No se percibe que un Dios así sería un monstruo, porque se está acostumbrado a monstruosidades en la sociedad en que se vive.
Hay también otro obstáculo para la correcta comprensión de Dios, que salva y perdona gratuitamente. Se trata del problema del sentido de la muerte de Jesús crucificado. Hay una expresiva tradición teológica defendiendo que Dios no podía perdonar sin que hubiese sangre derramada. No exigió la sangre de todos, pero perdona a todos por causa de la sangre derramada por Jesús. Jesús compra nuestra liberación por su sangre, por su muerte. Este tema fue expuesto durante siglos de diversas maneras y todavía está muy presente en la mente de los católicos tradicionales, pues fue eso lo que les fue enseñado en el catecismo.
Para esta teoría, la muerte podría tener un valor positivo. Ella sería fecunda. Si la muerte de Jesús fue fecunda y positiva, lo mismo podría ser dicho de los mártires - y eso se hizo muchas veces.
Es cierto que esa tesis de la fecundidad de la muerte atraviesa los siglos y permanece hasta hoy. Por ejemplo, cuando se hace referencia a la muerte de soldados en una guerra, celebrada como si fuese fuerza de salvación de la patria. Hasta en una sociedad secularizada como la nuestra ese tema sigue existiendo.
Esa idea de la fecundidad de la muerte es insoportable. Dios solamente quiere la vida y no quiere la muerte, aún como medio de salvación. No quiso la muerte de Jesús, ni la muerte de los mártires, no quiere la muerte de los soldados en la guerra.
En la muerte de Jesús, lo que constituye valor positivo no es la muerte, sino la fe, la esperanza y su amor para con los seres humanos. Jesús murió porque las fuerzas de la muerte de Israel, conjugadas a las fuerzas del Imperio romano, o mataron. El no quiso escapar, no quiso desmentir todo lo que había hablado y hecho para entregarse a sus acusadores. El los había denunciado y no podía volver atrás.
Su muerte no fue voluntad del Padre. La resurrección no fue el premio de la muerte, sino el premio de la fe, de la constancia y de la fidelidad hasta aceptar la muerte.
La salvación viene de la vida de Jesús y no de su muerte. Viene de la vida vivida intensamente hasta la afirmación final delante de los jueces y del pueblo - que lo abandonaron y lo condenaron. El acto final de la vida de Jesús, marcando la fidelidad hasta el fin, fue el momento decisivo de su vida. Esa muerte abre el camino de la liberación no por ser muerte, sino por ser trayectoria de coraje hasta el fin.
La resurrección de Jesús no consistió en volver a su vida anterior. Jesús había llegado a este mundo sin disfrutar de poder y el Padre había desistido de todo poder para que el mundo perteneciese a los seres humanos. Volver a la vida anterior significaría quitarnos la libertad. Un milagro tan grande quitaría la libertad y crearía vergüenza al ser humano. Era necesario dejar abierta la libertad de creer o no, para que la fe fuese posible y fecunda.
El fue el primero en entrar en el mundo nuevo, en la nueva Jerusalén, donde la vida irradia y la muerte no existe más. El abrió el camino y envió al Espíritu para que siguiésemos tal rumbo. El está en medio de nosotros para inspirar y dar fuerza a nuestra lucha contra las fuerzas de muerte. No toma nuestro lugar, pero hace que podamos seguir su camino, dando vida hasta el punto de perder la vida.
La teoría teológica que defiende la expiación deseada por el Padre para poder perdonar tiene consecuencias en la espiritualidad y en la devoción. Jesús crucificado aparece como un misterio sagrado. El es la víctima necesaria para que el Padre pudiese perdonar. Ese misterio asusta y fascina al mismo tiempo. Provoca el sentimiento de que no estamos en este mundo, sino que estamos más allá de las reglas, de las normas y de los valores de este mundo. En este mundo no se aceptaría que un padre exigiese la muerte de su hijo, pero, en Dios, todo es diferente. En el mundo sagrado las normas son diferentes y se aceptan cosas que provocarían horror en esta tierra.
Esa fascinación por la muerte en un ambiente sagrado está en la raíz de comportamientos extraños. ¿Cómo explicar el hecho de que la Iglesia haya lanzado tantas cruzadas contra los infieles, contra los musulmanes y contra los herejes? ¿Cómo explicar el hecho de la Inquisición que hizo tantos millares de víctimas y que todo eso fue considerado como algo agradable a Dios? En la raíz está esa fascinación por la muerte sagrada. En la realidad todo procedió del inconsciente de lo sagrado, que penetró en la Iglesia cristiana y fue más fuerte que la enseñanza de Jesús. El pueblo siente ese acontecimiento como si fuese de nuevo el Padre exigiendo el sacrificio de su Hijo.
De la idealización de la muerte sagrada, procede otra consecuencia pastoral. Durante siglos, hasta hace pocos años, la base de la pastoral se partió en el medio.18 Ella consiste en primer lugar en mantener el miedo de pecar, porque el pecado genera el castigo. Dios es visto como justiciero que castiga a los pecadores, comenzando desde ahora. El puede castigar enviando flagelos: falta o exceso de lluvia, tempestades que destruyen las cosechas, rayos que pueden matar o destruir casas y así sucesivamente.
El miedo tiene como objetivo final el juicio después de la muerte. Está el juicio particular luego del momento de la muerte. Ese momento es terrible porque nadie sabe cómo Dios va a juzgar.
La pastoral continúa ofreciendo los remedios, los medios de salvación. La Iglesia es la única que dispone de los medios de salvación; fuera de esos medios no hay salvación posible. De allí la preocupación por recibir los medios que la Iglesia pone a disposición. Sobre todo es necesario preparar para la muerte. La pastoral de los agonizantes siempre fue fundamental. Una de las tareas de los sacerdotes es visitar los enfermos y los moribundos para llevarles los medios de salvación.
Entre esos medios no están solamente los sacramentos. Está el recurso a los santos, sobre todo a Nuestra Señora. Hay oraciones especiales supuestamente más eficaces. Hay objetos sagrados que ofrecen una protección para el día de la muerte. Cada familia religiosa tiene todo un repertorio para poder enfrentar la muerte con menos miedo. Imágenes, estatuas, medallas, agua bendita, objetos benditos, escapularios, velas, hábitos religiosos ....
La pastoral del miedo dispone, especialmente, de dos medios poderosos: el purgatorio y las indulgencias. La doctrina del purgatorio apareció en la Edad Media y tuvo una inmensa popularidad. El purgatorio diminuye la ansiedad porque deja más esperanza a muchos pecadores. Por otro lado, el purgatorio tiene un tiempo determinado, variable para cada persona. Además, ese tiempo de purgatorio puede ser abreviado gracias a la ayuda de los que todavía están en vida. Si solamente existe el cielo y el infierno, no hay nada que los parientes o amigos puedan hacer para determinar la suerte de quien falleció. Gracias al purgatorio, sin embargo, mucho hay que puede ser hecho. Y como la gran mayoría no se encuentra digna de entrar inmediatamente en el cielo, el purgatorio es la salida más probable para los católicos, ya que los otros están condenados al infierno.
Para sustentar esa pastoral, la doctrina de las indulgencias sirvió de mucho. Se hizo posible aplicarlas a los difuntos. Eso hizo que se multiplicase el uso de todos los recursos que proveen las indulgencias. Había un voluminoso libro dando a conocer un extenso elenco de las indulgencias disponibles, cada una determinando el respectivo tiempo de abreviación de los sufrimientos del purgatorio. Se recomendaba también la aplicación de misas a los difuntos. De allí la multiplicación de las misas. Durante siglos los sacerdotes celebraron diariamente al menos una misa por un difunto. En la Edad Media hubo sacerdotes que celebraban varias misas por día con esa intención, pero ese exceso fue reprimido por el concilio de Trento.
La pastoral del miedo dio inmenso prestigio al clero. Los sacerdotes eran los que podían salvar a las personas del castigo del infierno y de diversos flagelos. Esa pastoral que fue el principal instrumento de la Iglesia para mantener en su seno una multitud de fieles.
A su vez, en esos siglos de la cristiandad, el evangelio dejó de ocupar un lugar destacado en la pastoral. La misma eucaristía era un rito para disminuir las penas de los difuntos que estaban en el purgatorio.
La pastoral del miedo gira alrededor de la muerte. La muerte fue su gran tema y el gran medio de prestigio de la Iglesia, pues ella era el refugio contra los efectos negativos de la muerte. La Iglesia hacía más aceptable la muerte, menos asustadora.
La predicación consistía, sobre todo, en ser una preparación para la muerte, en lugar de ser una preparación para la vida. Ahora bien, en lugar de todos esos remedios que constituyen las prácticas de preparación para la muerte, podemos contar con el Espíritu que da vida, el Espíritu que nos da fuerza, coraje e inteligencia para vivir.
El combate entre la muerte y la vida concluye con la victoria final de la vida. El Espíritu vence llevando a Cristo al mundo nuevo por la resurrección y, después de él, a todos los seguidores fieles.
NOTAS:
1 Cf. Nicolas Berdiaev, Esprit et liberté, Desclee de Brouwer, Paris, 1984.
2 O sea, la Iglesia se sustenta por su inercia.
3 Cf. Franz Hinkelammert, El Grito del Sujeto, DEI, San José (Costa Rica), 1998; Crítica a la razón utópica, ed. Paulinas, Sao Paulo, 1988.
4 Cf. Gustavo Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente, Sigueme, Salamanca, 1986.
5 Cf. Gustavo Gutiérrez, O Deus da vida, Loyola, Silo Paulo, 1990, p. 11.
6 Cf. Gustavo Gutiérrez, Em busca dos pobres de Jesus Cristo, Paulus, Sao Paulo, 1996.
7 Cf. Miguel Leon Portillo, Cronicas indígenas. Visión de los vencidos, Madrid, 1985
8 Cf. Como exemplo John Hemmimg, The Conquest of the Incas, Penguin Books, New York, 1983.
9 Cf. Chilam Balam de Chumayel, Historia 16, Madrid, 1986, p. 68.
10 Brevísima relación de la destrucción de las Indias, 36.
14 Cf L. Cerfaux, Le chrétien dans la théologia paulinienne, Cerf, Paris, 1962, p. 37838
15 Cf. José Ignacio González Faus, Pecado em Ignacio Ellacuria y Jon Sobrino Mysterium liberationis t.ll, Trotta, Madrid, 1990,.p. 93-106.
16 ef. Laboram exercens (1981), n. 12.
17 Cf. José Comblin, El sacrificio en la teología cristiana, em Pasos, San José (Costa Rica), 2001, n. 96, p.1-
18 Jean Delumeau. Le péché et la peur. La culpabilisation en Occident, XII'" _XVIII" siecles, Fayard, Paris, 1983. - - - - - - - -
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