Josè Comblin
Los libros proféticos del Antiguo y del Nuevo Testamento contienen extensas descripciones de los tiempos futuros anunciados por los profetas. Las evocaciones del libro del Apocalipsis de San Juan, son las más famosas. Todas ellas encantaron a nuestros antepasados. Sin embargo, con el advenimiento de la edad racionalista, perdieron gran parte de su antiguo prestigio. Muchos lectores consideran esas páginas superfluas y desprovistas de contenido útil. ¿Qué podemos saber el mundo futuro? ¿Lo que nos interesa, no son, acaso, nuestros deberes de la hora presente? Muchos consideran que las descripciones proféticas no pasan de ser pura literatura.
Otros encuentran sospechosa la consideración del mundo futuro. No solamente esas descripciones evocan un mundo que aún no existe: ellas proyectan a las personas a un mundo en que todas las frustraciones encuentran una compensación. Por poco dirían que los profetas y otros autores de libros apocalípticos eran alienados.
Sin duda, todos los conocimientos que podemos tener respecto al mundo futuro usan conceptos, imágenes y figuras sacadas de nuestra experiencia presente. Se trata necesariamente de una proyección en el futuro de conceptos sacados del mundo presente. Se trata también de salir de este mundo real, objeto de nuestra experiencia, para imaginar un mundo que aún no es real, ni puede ser objeto de nuestra experiencia. Para el sentido empirista del hombre occidental de hoy, las especulaciones proféticas sobre el mundo futuro son pura pérdida de tiempo.
Con todo, la propia filosofía occidental no demoró en percibir los límites de una sabiduría puramente empírica. Reservar el valor de la realidad de los objetos inmediatamente presentes, a los objetos de la percepción sensibles, es una visión muy corta de la realidad. Para quien vive puramente en el presente, en el instante inmediato, en los objetos que pasan y en la sensación producida momentáneamente por el paso del objeto, todo lo que hace el valor del hombre, desaparece. El presente saca su valor del pasado. Una experiencia presente tiene valor gracias a la totalidad de experiencias del pasado que reviven en ella. Una experiencia que fuera puro contacto episódico sin historia, sin referencia al pasado, carecería totalmente de significado de significado, como los incidentes en la vida del animal. Aún así, los animales más desarrollados ya tienen alguna memoria del pasado, sin la cual no les sería posible gustar de las cosas, ni detestarlas. Por un lado, la memoria es lo que da sentido al presente. Por otro lado, es la previsión del futuro o el sueño.
Todos los pueblos antiguos dieron gran valor a los sueños. Ellos tenían razón, pues los sueños desempeñan un papel importantísimo en el desarrollo de la humanidad. Sin los sueños no habría ninguna evolución, ninguna transformación. Sin duda que hay sueños que son sólo efectos de perturbaciones fisiológicas y otros que reflejan perturbaciones psicológicas. Pero los sueños de que hablamos aquí son sobre todo los sueños que la persona tiene cuando está despierta. Sin sueños la realidad presente no tendría significado: en cualquier experiencia debe haber una cierta aureola que proviene de la promesa que contiene; hay un futuro que se deja adivinar.
Sin embargo, el futuro aún no existe y por lo tanto no puede ser conocido. Puede ser sólo soñado. Los sueños son el modo de existir del futuro. De entre todos los sueños, la gran mayoría nunca llegará a transformarse en realidades. Tal vez ningún sueño pueda jamás hacerse realidad, y pasar de la región de lo posible a la región de lo real. Con todo, los sueños tienen valor, porque por su función de estímulo, fueron los motores que llevaron al advenimiento de lo real.
Todas las realidades humanas fueron vividas durante siglos en forma de sueños antes de poder entrar en la realidad. En su tiempo de sueños, estaban mezclados con muchos pormenores imposibles. ¿Quién puede, de antemano, saber cuál es la frontera que separa lo posible de lo imposible? La realidad madura durante siglos antes de estallar y aparecer en el mundo. Alimentó la vida de los hombres durante generaciones antes de existir. El sueño es tan esencial al hombre como la realidad, pues es la matriz de la realidad.
Aplicado a la realidad social, el sueño se llama utopía. La filosofía contemporánea rehabilitó la utopía. Como tal ésta nunca llega a hacerse realidad. Pero las realidades sociales son vividas en forma de utopías antes de entrar en la realidad. De las utopías no se puede decir de antemano lo que es realizable y lo que no lo es. Hay un desperdicio enorme de imaginación. De mil sueños, uno es realmente fecundo. Sin embargo, sin los mil sueños, el único fecundo no habría tenido posibilidad de aparecer. La energía y el tiempo que se gasta en la proyección de la fantasía en el futuro no son perdidos. La experiencia muestra que los hombres están tan apegados a sus límites que son necesarios torrentes de imaginación para estimular el movimiento. Hay un temor tan grande y tan profundo a las innovaciones que cortar o esterilizar la imaginación sería suprimir el progreso.
En el mundo bíblico y cristiano la utopía se vuelve profecía. La profecía es la forma en que asume en el cristianismo la función de soñar. Naturalmente que la profecía no es puramente el ejercicio de una función natural. Hay en ella una iniciativa divina, una interferencia de la palabra de Dios, la expresión de una promesa. Sin embargo, Dios trabaja con los elementos proporcionados por la creación. En la historia bíblica, Dios no crea de nuevo: recrea, esto es, transforma, usa, para fines sobrenaturales, realidades naturales. La profecía no nace sin una relación con los sueños naturales. Podemos suponer que de acuerdo con las leyes de la providencia divina, Dios sabe usar y ordenar hacia sus fines propios la imaginación creadora de algunas personas naturalmente dotadas. Dentro de los oráculos proféticos, hay una intención de revelación dentro de una efervescencia de fantasía humana. Dios da un nuevo alcance totalmente inaudito a la fantasía creadora. Pues, si la imaginación estimula la actividad y la transformación en el orden natural podemos pensar que la profecía cumple un papel semejante en el orden sobrenatural. Las profecías no valen sólo por el contenido racional teológico que se podría extraer de ellas. Valen como estímulos de la imaginación cristiana. Suscitan en la Iglesia una función de fantasía fecunda, en la cual germina poco a poco la espera del reino de Dios, en que Dios hace madurar su Reino futuro.
Se podría pensar que el mayor peligro de la utopía fuese su inverosimilitud y que las mejores utopías fuesen las que más se aproximan a la realidad. No es verdad. Lo que se pide a las utopías no es el modelo de la realidad, ni siquiera un plan para la acción. Está muy claro que cualquier plan basado en una utopía estaría condenado a fracasar. Por eso mismo la utopía más verosímil es la más peligrosa, porque puede llevar a la tentación de aplicarla. La más inverosímil puede ser la mejor porque no corre ese peligro. Lo que se pide a la utopía es una función de fermentación previa, de la cual no se puede saber lo que va a salir un día.
El mayor peligro de la utopía consiste en asemejarse demasiado al pasado. Los sueños que no proponen otro futuro que el regreso al pasado, a un estado más primitivo de la humanidad, son los más peligrosos. Corresponden a un cierto infantilismo del que es difícil al hombre deshacerse. Sueños de reforma social que, en realidad, son solo recuerdos de la familia tribal, del comunismo tribal primitivo, de una edad pre-técnica e indiferenciada, romanticismo de la naturaleza, de la comunidad pequeña, de las relaciones de vecindad, del contacto directo, de los ritmos biológicos y cósmicos. ¡Cuántos sueños de esos son sólo fuga ante la dificultad de aceptar la sociedad técnica y compleja de hoy, fuga ante los problemas creados por la sociedad de millones! Crean espanto ante la tecnología o la tecnocracia, ante la civilización urbana, ante los medios de comunicación de masas, ante las fuerzas de agresividad, de anarquía, de simpatías y de aglomeración que mueven a las fuerzas de hoy. Tienen miedo de las expresiones colectivas del sexo, de las tensiones sociales, de las ambiciones colectivas, de las imágenes y de las emociones colectivas. Imaginan un mundo sereno y tranquilo hecho de una resurrección de la antigua sociedad rural idealizada de modo infantil. En el plano eclesiástico, imaginan el futuro según el modelo de los primeros siglos, o según la imagen de la vieja cristiandad rural de la Edad Media. Imaginan en el futuro la imagen de un mundo medieval que nunca sobrepasó los cincuenta millones de habitantes, como si los modelos medievales fuesen aún válidos en un mundo de cinco billones de habitantes (de aquí a veinte años): cien veces la población de la cristiandad medieval.
Las utopías que vuelven al pasado son las más peligrosas, porque paralizan la acción en vez de promoverla. Tienden a bloquear la evolución en lugar de favorecerla. Hasta cierto punto, la atracción del pasado es inevitable. Se nota incluso en las profecías bíblicas. En todas las profecías oímos ecos de una aspiración de un regreso al paraíso terrestre, o regreso al Éxodo y a los tiempos del maná en el desierto, o el regreso a los tiempos gloriosos de David o de Salomón. Así también las utopías sociales evocan el socialismo primitivo, la solidaridad tribal, la igualdad primitiva, la libertad de la selva. Todo eso es infantilismo. Las profecías no valen por ese llamado al pasado. Valen a pesar de ese llamado. Valen porque consiguen superar esas voces que llaman hacia el pasado, y, a pesar de todo, anuncian alguna novedad, algo que aún no apareció, aún no fue ni vivido, ni conocido.
Ahora bien, las profecías anuncian realmente una novedad. Así, despertarán sueños, y nos alimentarán durante siglos. Jesús no las desmintió, las confirmó. Dejaremos de lado todo el aparejo de vuelta al pasado por el cual los profetas se muestran dependientes de las flaquezas del hombre de siempre. Hay un resto: ese resto es fecundo. Así dicen, por ejemplo, Jeremías:
“Días han de venir – oráculo del Señor – en que firmaré nueva alianza con las casas de Israel y de Judá. Pero, será diversa de la que acordé con sus padres en el día en que los tomé de la mano para sacarlos de Egipto… Esta es la alianza que, entonces, haré con la casa de Israel – oráculo del Señor: le escribiré mi ley en su interior, se la grabare en su corazón. Seré su Dios e Israel será mi pueblo. Entonces, nadie tendrá el encargo de instruir a su prójimo o hermano, diciendo: “aprende a conocer al Señor”, porque todos me conocerán, grandes y pequeños…” (Jer.31,31-34). Se sugiere aquí la idea de una sociedad en que se supera la división entre los que saben y los que no saben, en que el conocimiento es fuente de división, de dominación paternalista o de explotación de los ignorantes. Tal idea no puede sino ser fermento, que, en los subterráneos de la conciencia colectiva o individual, fructifica y crece hasta estallar.
La historia comprueba la fecundidad de las utopías y de las profecías. No es sin razón que los teólogos, los historiadores y los sociólogos atribuyen el origen remoto de todas las grandes revoluciones del mundo occidental a la fermentación de las utopías bíblicas. Las imágenes de la humanidad del Nuevo Mundo de Cristo, de la libertad, de la igualdad, y de la fraternidad allí anunciadas, fueron imágenes que preocuparon y estimularon la imaginación cristiana durante veinte siglos. Todos los occidentales están contaminados. Pues la influencia de las ideas cristianas se extiende mucho más allá de los límites de la participación en las actividades eclesiales.
Ciertamente, las revoluciones están lejos de representar las ideas de la esperanza cristiana o las profecías cristianas en estado puro. Por el contrario, los temas cristianos encontraron su camino a través de todas las corrupciones que afectan inevitablemente las actividades y las luchas políticas, sociales o económicas. Del mismo modo se impone la presencia de algo más que la contaminación del pecado. Cada una de las grandes revoluciones del mundo cristiano trajo elementos nuevos y una figura nueva e irreversible de la sociedad.
Es verdad que cada revolución permanece incompleta y trae desilusiones a los que esperaban todo de ellas. Pero es por falta de verdadera perspectiva humana que los hombres depositan en una revolución determinada y forzosamente limitada la totalidad de sus esperanzas. Ilusión común, como bien lo sabemos por experiencia. Los movimientos revolucionarios requieren de una suma enorme de energías, monopolizan la inteligencia y la voluntad de sus protagonistas y procuran mantener la tensión necesaria por la ilusión de una fecundidad ilimitada. Cada revolución estima y proclama que ella establecerá la humanidad nueva a que todos los cristianos aspiran. En ese espíritu, los revolucionarios son frecuentemente fanáticos y absolutistas. Tienen una fe absoluta en su revolución y aseguran que van a cambiar radicalmente al hombre. En realidad, después de una fase de exaltación, la desilusión es inevitable. Se constata que las modificaciones no alcanzan el radicalismo que se deseaba. Muchas veces, el fanatismo y el radicalismo llevaron a actitudes impacientes de opresión de los adversarios y de dominación sectarias. Son las escorias, infelizmente inevitables, el precio del pecado.
Con todo, sería errado colocar las revoluciones fuera de la amplia evolución de la esperanza cristiana. Indiscutiblemente, ellas pertenecen a la inmensa fermentación provocada por las utopías cristianas. Están dentro del cristianismo y no fuera. Pero constituyen sólo pasos y etapas en la penetración del mensaje bíblico en el mundo. Son impuras y mezcladas con todas las flaquezas humanas, pero, sin ellas, el evangelio cristiano permanecería desencarnado, revoloteando sobre el mundo sin entrar en él.
Las profecías van más allá de las revoluciones, que son sólo episodios en un drama de reconquista del hombre. Los caminos de Dios no se dejan canalizar por un simple movimiento revolucionario. Y el poder político corrompe por definición todo lo que pasa por él. Al final, Dios quiso salvar a los hombres usando medios humanos y dejándolos en su propia historia. El evangelio fermenta en medio de esa historia. No consiste en buscar refugio fuera de las contradicciones y de las impurezas de este mundo. No podemos fingir que ya estaríamos en el último día de la historia esperando pasivamente la Parusía de Cristo. Las esperanzas han de ser vividas en todas las etapas intermedias antes de proyectarse en el acto final de la historia. Necesitamos hacer que las profecías y las utopías cristianas actúen en medio de la sociedad humana y produzcan sus efectos.
La esperanza cristiana se vive en medio de las revoluciones fracasadas que preparan otras revoluciones fracasadas. Es muy fácil dejarse entusiasmar por una revolución como sí fuese la salvación final. La verdadera esperanza se construye sobre las ruinas de las ilusiones pérdidas, de los esfuerzos diluidos, de los sueños traicionados. Resignarse y refugiarse en la contemplación de la inmutabilidad de las estrellas no pasa de ser cobardía o falta de vitalidad. Es preciso soñar siempre y recomenzar indefinidamente la misma proyección hacia un futuro vislumbrado utópicamente.
Primera utopía: el pueblo unánime, la humanidad reunida en una sola comunión. Es la visión de la ciudad armoniosa en que se funden las diversidades humanas: “Ven y te mostraré la novia, la esposa del Cordero. Y me llevó el espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la ciudad santa, Jerusalén”. (Apoc.21,10). Todo en esta ciudad es orden, armonía. Se realiza en ella lo que la profecía de Isaías describía abundantemente: la reunión de las naciones, todas unidas en la misma sabiduría, en la misma ley. “Las naciones caminarán a su luz, y los reyes de la tierra le llevarán su gloria”. (Apoc.21,24).
En este mundo los pueblos se identifican por su oposición mutua. Las ciudades son rivales. La diversidad de lenguas, de pueblos, de culturas, hace imposible la comunión y la unidad. Todos hablan, todos tienen buena fe y encuentran que defienden sus legítimos derechos. Todos tienen miedo, unos de los otros. Todos desconfían, unos de otros. Cada uno entiende de modo equivocado a su vecino y lo acusa de entender mal lo que pretende decir. Estamos en un mundo de continuos mal entendidos. La Biblia, sin embargo, ofrece esa utopía de armonía y de encuentro de todos en una sola palabra.
“Ví una gran multitud que nadie podía contar, de tanta nación, y tribu, y pueblo, y lengua: manteníase en pie delante del trono y delante del Cordero, con vestiduras blancas y palmas en la mano, y gritaba en alta voz diciendo: “La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!... esos son los que vienen de la gran tribulación; lavaron las vestiduras y las blanquearon en la sangre del Cordero…” (Apoc. 7,9-10,14).
A su vez, San Pablo vivió de las mismas imágenes de reconciliación universal en Cristo”.
“El es el principio,
El Primogénito de entre los muertos,
(para que le quepa la primacía en todas las cosas),
Pues plugo a Dios que habitase en él
La plenitud de toda perfección,
Y por medio de El reconciliar consigo todo lo que hay
Tanto en los cielos como en la tierra,
Haciendo la paz por la sangre de su cruz”
(Col. 1,18-20)
Pues El es nuestra paz.
El, que de los dos hizo un solo pueblo,
Derribando la pared de enemistad que los separaba…
Para reconciliarlos, a los dos, con Dios,
En un sólo cuerpo, por medio de la cruz,
Matando en ella la enemistad.
Vino l a anunciar la paz,
Paz a los de lejos, y paz a los de cerca:
Es por El que uno y otro tenemos acceso al Padre,
En un mismo espíritu” (Ef. 2,14-18).
La fecundidad de esas visiones utópicas no se limita sólo al tipo de eficacia que es común a todas las utopías. Entre los cristianos, el propio Espíritu Santo se encarga de estimular el dinamismo cristiano. El Espíritu da vitalidad a los visones proféticos del futuro, confiriéndoles esa efervescencia y ese efecto de fermentación que hace que las utopías entren en la historia real. Por el don del Espíritu, las profecías alimentan al pueblo cristiano y fermentan en él, preparándolo para las transformaciones que encaminan hacia el Reino de Dios. De esa forma, las profecías cumplen realmente, en el orden espiritual, la función que las utopías cumplen en el orden de la sociedad civil.
Así san Pablo habla el lenguaje de la utopía cuando dice: “Ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre, ni mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál.3.28). Pues es evidente que aún hay mucha diferencia. Aún hoy hay mucha diferencia en el trato que en la Iglesia y en el mundo se da al empleador y al empleado, al hombre y a la mujer, al hombre culto y al analfabeto. La visión de San Pablo anunció un futuro remoto. Con toda esa visión ya se torna factor activo de evolución. El don del Espíritu inquieta a los cristianos y provoca tentativas repetidas de superar las tensiones y las contradicciones de raza, sexo y cultura. La utopía de San Pablo fermenta. Las comunidades cristianas no pueden acomodarse pasivamente a las divisiones anteriores. Cualquier aceptación de las formas de dominación de las mujeres por los hombres de una raza por otra o de los ignorantes por los letrados aparece como un escándalo. La utopía alimenta la esperanza de una superación, y la esperanza sacude las estructuras anticuadas.
Otra utopía, otro objeto de la esperanza y de la profecía cristiana es la manifestación de Dios en un mundo transparente. En la situación en que estamos, se puede decir, hasta cierto punto, que las creaturas dan el testimonio de Dios. Pero ese testimonio permanece incierto, confuso, oscuro. Se puede decir también que el mundo oculta a Dios. Lo revela y lo oculta, de tal modo que algunos logran descubrirlo mientras otros no lo consiguen. En todo caso, el mundo no revela a Dios de modo inmediato. No basta mirar hacia el mundo para ver la señal de Dios. Solamente lo percibe quien pasa por una conversión interior, una preparación del mirar, y se dispone para reconocer las marcas divinas. El mundo no es transparente: no deja pasar la presencia de Dios. No permite el contacto directo. De ahí el dualismo entre la religión y la vida profana, entre lo sagrado y lo profano, entre el camino de Dios y el simple caminar de la vida. Entre Dios y los objetos inmediatos, esto es, aquella porción de la creación a la cual tenemos acceso inmediato, siempre hay una cierta competencia. Lo creado tiende a absorber al hombre hasta tal punto que no deja entrada para Dios. Y la religión tiende a dominar hasta tal punto la vida humana, que no deja terreno disponible para la vida profana. Todos deseamos la superación de esa antinomia que nos parece detestable e inaceptable. Sin embargo, ella existe. Basta recorrer la historia de las civilizaciones.
Los siglos modernos, que coincidieron con el pasado colonial, fueron tiempos de civilizaciones esencialmente religiosas. El siglo XVII conoció el auge de los valores religiosos en la cultura de los pueblos occidentales. A la inversa, actualmente estamos llegando a un clímax de la civilización profana y técnica donde los valores materiales requieren toda la atención de los pueblos. ¿Cómo llegar a un punto de equilibrio? Esa aspiración formula una utopía. Fue el anuncio de los profetas, y sobretodo de las profecías del Nuevo Testamento.
Jesús se lo dice a la Samaritana: “Vienen la hora en que no adoraréis al Padre, ni en este monte ni en Jerusalén… La hora vendrá, y ya llegó, en que los verdaderos adoradores han de adorar al Padre en Espíritu y verdad, pues el Padre quiere de esos adoradores” (Jn 4,21.23).
El Apocalipsis muestra en una visión prospectiva ese mundo transparente de Dios, y ese Dios presente en las realidades materiales. “He aquí la morada de Dios con los hombres: habitará con ellos, y serán su pueblo, y él será el “Dios con ellos”. (Apoc.21,3). “No vi en ella templo alguno, porque el Señor Dios todopoderoso es su templo, así como el Cordero. Y la ciudad no necesita del sol ni de luna que la ilumine, porque la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero” (Apoc. 21,22). “Sus siervos lo adorarán, verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes” (Apoc. 22,3-4).
Esa transparencia del mundo es utopía, pero no deja de actuar desde ya en el proceso de transformación que el cristianismo imprime en el mundo y en la religión. Se plantea a los cristianos el desafío de llevar la religión hasta la vida profana, hasta identificarse con ella, y de llevar la vida profana a una conversión a la verdad que la hace culto a Dios. No es inútil soñar con una vida en que los simples gestos humanos serían revelación de Dios, en que Dios no necesitaría usar otros signos que el propio caminar de la creatura. El sueño es fecundo. El Espíritu permite insertar algo del sueño en la realidad.
San Pablo habla de modo utópico al escribir a los Gálatas a propósito de la libertad: “ antes que llegara la fe, estábamos encerrados bajo la vigilancia de una ley, esperando la revelación de la fe… Pero después que vino la fe, ya no estábamos bajo el pedagogo porque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gál 3, 23-25). “Es para que seamos hombres libres que Cristo nos libertó” (Gál 5,1). “Vosotros, hermanos, fuisteis llamados a la libertad” (Gál 5,13). En realidad nosotros también debemos confesar que aún estamos “esperando la revelación de la fe”. Aún no llegamos a la libertad. Estamos en un mundo de leyes y de coacción, de códigos, de vigilancia, de presión social y moral. La ley de Moisés desapareció para nosotros. Pero fue substituida por tantos códigos escritos u orales, externos o internos. Con todo, la aspiración a la libertad gracias a una revelación directa de Dios no es vana. El Espíritu nos permite caminar en esa dirección, aunque nos parezca que el trabajo esté siempre en inicio. La profecía mueve la vida.
Finalmente, las profecías anuncian la utopía de la vida. ¿Qué es vida?. Nuestra experiencia es la de una amenaza permanente. Experimentamos la vida en el miedo de perderla, en el sentimiento de su precariedad, en la preocupación de defenderla de los peligros que proceden más de la competencia de los otros que de los accidentes materiales.
Los profetas anuncian una vida verdadera. “Entonces, el ángel me mostró un río de aguas de vida, resplandecientes como un cristal, saliendo del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza y a las dos orillas, estaba el árbol de la vida, que produce doce frutos, dando cada mes un fruto, sirviendo las hojas del árbol para curar a las naciones”. (Apoc. 22,1-2).
Aquí también el mensaje cristiano afirma que la vida nos fue dada por Jesucristo, y esa afirmación permanece altamente utópica, por el Espíritu Santo algo de vida verdadera penetró. No es la exención de la muerte, de la esperanza, de la lucha y de la defensa permanente para sobrevivir. Sin embargo, el Espíritu, al infundir la caridad, introdujo un primer elemento de vida. Algo de amor podrá, por lo menos, crear una preocupación e iniciar un movimiento de desarme necesario para que todos puedan vivir. La utopía de la vida se revela eficaz: anima y estimula la historia por un movimiento sin fin hacia la vida. ¿Cómo sería posible la caridad, si predominase el sentimiento de que todo es vano, y que nada tiene significado, si no hubiese esperanza? La esperanza abre la puerta de la caridad, porque abre a la vida, dejando de temer a la muerte, aunque sea por un momento.
La esperanza actúa desde los orígenes de la humanidad. Fue reactivada por las promesas hechas a los patriarcas y a los profetas. Pero la esperanza nacida en Jesucristo es, como dice la epístola a los Hebreos, la “mayor esperanza” (7,19). En ella los llamados y los presentimientos de la humanidad encuentran su documento de prueba.
“Dentro de mí una voz decía:
Continúa buscando la presencia de Dios” (Sal.26,9)
“¡Ah! Si no tuviese la certeza absoluta
De poder experimentar un día la bondad del Señor
En la tierra de los vivos” (Sal. 26,13)
En cuanto a nosotros, nuestra esperanza está firme. Pues ella se apoya en las promesas de Dios que nos fueron confiadas para que las transmitiésemos a los hombres de todas las generaciones. Y las promesas de Dios no pueden engañar: “Queriendo Dios mostrar más seguramente a los herederos de la promesa la inmutabilidad de su resolución, interpuso un juramento. Por este acto doblemente irrevocable, por el cual Dios se prohibió a sí mismo desdecirse, podemos encontrar la más poderosa animación, nosotros que pusimos nuestro refugio en alcanzar la esperanza propuesta. Esperanza ésta, que aseguramos cual ancla firme y sólida de nuestra alma, y que penetra, hasta más allá del velo, en el santuario donde Jesús entró por nosotros como precursor y pontífice eterno”. (Heb.6,17-20).
Extracto del libro Meditaciones Evangélicas - La Mayor Esperanza- de José Comblin, capítulo VI “Te mostraré lo que está por acontecer”, págs. 65-75. Impreso en los talleres de la Vicaría de Pastoral del Obispado de Talca- Chile, en 1984.
Recopilado por J. Ignacio Subercaseaux A. y Leyla Reyes Z. 21 de abril de 2012.Chile
Editor: Enrique A. Orellana F.
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