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LAS DOS MANOS DE DIOS

Teólogo P. José Comblin

La expresión es de san Ireneo: el Padre actúa por medio de sus dos manos, el Verbo y el Espíritu Santo. Las dos manos son iguales en fuerza y en valor. Las dos manos actúan conjuntamente. No son idénticas. Cada una produce una acción diferente, pero las dos se complementan y de ellas procede un resultado final.

 

El hijo actúa por la encarnación. Gracias a la encarnación, el Hijo está presente en un solo individuo humano, en un individuo escogido entre billones, en un lugar concreto y en un momento determinado de la historia de la humanidad. El Hijo se convierte en un punto de esta historia de la humanidad. El Verbo pronuncia unas palabras determinadas, pronunciadas en un idioma particular, escritas en una lengua única. El evangelio está destinado a todos los hombres, pero parte de un lugar determinado y único de la historia y de la superficie de la tierra. Para los demás seres humanos el evangelio viene desde fuera y surge como una novedad que cuestiona toda su existencia. El Hijo engendra en los hombres actitudes que se definen por palabras como: oír, escuchar, seguir, imitar, obedecer. . . Del Verbo de Dios procede una unidad que sale del encuentro desde la diversidad del ser humano con la finalidad de integrarlo, de unificarlo.

 

De este Cristo considerado aisladamente procede la figura de la Iglesia que ha prevalecido en Occidente desde la Edad Media, y sobre todo desde el siglo XVI, tanto en su versión protestante como en su versión católica. Los protestantes obedecen a Cristo presente en la palabra de la Biblia, mientras que los católicos obedecen a Cristo presente en la jerarquía. Por lo menos ésta es la figura dominante.

 

Pues bien, tan importante como la misión del Hijo es la misión del Espíritu Santo. El Espíritu Santo no se encarna en un individuo. No está vinculado a un individuo ni a un punto determinado del tiempo o del espacio. El Espíritu Santo es enviado a todos los países y en todos los tiempos. Está presente en toda la humanidad y actúa en todos los hombres de todas las culturas y religiones. El Espíritu Santo habita en la multiplicidad. Asume la diversidad, crea un movimiento de comunión y de convergencia a partir de la inmensa diversidad humana.

 

Existe otra diferencia. El Hijo se encarna en un individuo humano y de este modo forma un hombre perfecto que supera infinitamente a todos los demás seres humanos. Al revés, el Espíritu Santo existe en la imperfección de innumerables individuos que caminan hacia la luz en medio de las tinieblas y buscan una liberación en medio del pecado que los ahoga. El Espíritu Santo produce un inmenso movimiento de comunión y de convergencias de una humanidad pecadora, corrompida, víctima del mal. El Hijo se encarna en un hombre que es ya la presencia del fin de este movimiento, que anticipa la llegada de la humanidad nueva hacia la cual camina la muchedumbre, guiada por el Espíritu Santo.

 

Sin embargo, entre el Hijo y el Espíritu Santo existe una armonía perfecta. No hay dos religiones, dos iglesias, dos evoluciones de la humanidad. El Padre libera a su pueblo por medio de la acción convergente del Hijo y del Espíritu.

 

Efectivamente, el mismo Espíritu fue enviado a Jesús y a la humanidad. El mismo Espíritu integra a la cabeza y a los miembros en un solo cuerpo. El mismo Espíritu mueve hacia un mismo ser total a Cristo y a todos los pueblos de la creación.

 

Por otro lado, el Espíritu no aparta de Jesús, sino que lleva a todos y a todas las cosas hacia él. Por un lado <el Señor es Espíritu> (2 Cor 3,17); por otro, <nadie, hablando en el Espíritu de Dios, dice: “Maldito es Jesús” ni nadie puede decir: “Jesús es el Señor”, sino en el Espíritu> (1 Cor 12,3). El Espíritu conduce a Jesús y no tiene nunca otra orientación.

 

Por eso mismo, el Espíritu Santo no produce la dispersión sino que crea la unidad a partir de la dispersión. El Espíritu no mantiene a los seres humanos aislados en sí mismos, sino que los abre a una comunión universal, que tiene su centro en Jesús. A su vez, Jesús no actúa sobre los demás hombres simplemente por medios humanos, lo cual produciría uniformidad, sumisión, renuncia a lo que cada uno tiene de propio; Jesús reúne a la humanidad según el modo de obrar del Espíritu, esto es a partir de la propia realidad de cada uno, de cada individuo y de cada colectividad humana.

 

Veremos en un primer párrafo las dos manos del Padre actuando en Jesús. En un segundo párrafo veremos de qué modo se articulan los modos de actuar del Verbo y del Espíritu para producir un solo efecto, que es la renovación del mundo. En un tercer párrafo aplicaremos estos conceptos a la Iglesia, que procede simultáneamente de Cristo y del Espíritu Santo. En el último párrafo evocaremos algunas consecuencias misioneras de la dualidad de las manos del Padre.

 

1.- El Hijo y Espíritu Santo en Jesús

 

El tema de la unción de Jesús por el Espíritu Santo ha vuelto a descubrirse, se ha rehabilitado y se ha introducido de nuevo en la teología católica en estos últimos años, sobre todo gracias al trabajo persuasivo y perseverante de Heriberto Mühlen. Gracias a este tema ha comenzado un lento trabajo de corrección y de complementación de la cristología católica tradicional, trabajo que no terminado todavía.

 

El Vaticano II menciona el tema de la unción del Espíritu Santo sobre Jesús (SL 5), pero no piensa en hacer de él el principio de una elaboración teológica.

 

    1. Los límites de la cristología tradicional en Occidente

 

En uno de sus últimos libros sobre el Espíritu Santo, el padre Yves Congar, gran tomista y fervoroso admirador de la cristología de santo Tomás, reconoce y sitúa muy bien los límites de esta cristología que, por otro lado, es la que ofreció la base a la doctrina común en la Iglesia católica. En la cristología tomista se menciona al Espíritu Santo, pero éste no desempeña ningún papel significativo. Todo se reduce al misterio de la encarnación del Verbo en una naturaleza humana.

 

Según Santo Tomás, Jesús ya estaba constituido en su plena dignidad y en su pleno ser desde el momento de la encarnación. Desde ese momento, Jesús es ya lo que será para siempre, puesto que todo lo que es se deriva de la encarnación. Ya desde entonces Jesús tuvo las diversas formas de la gracia creada, que eran otras tantas consecuencias de la encarnación del Hijo, gracia santificante en su plenitud y gracia capital como cabeza de la nueva humanidad. Por consiguiente, la historia de Jesús en la tierra no le añadió ya nada. Esta historia no tiene de suyo ningún valor. Los acontecimientos no trajeron nada nuevo y no cambian absolutamente nada en la perfección constituida desde el momento en que fue concebido en el seno de María.

 

En la cristología tomista se describe el descenso de Dios al hombre: el Hijo de Dios se hizo hombre y transformó al individuo humano uniéndolo a la persona del Hijo de Dios. Lo que quedó desconocido es la otra cara del misterio, la subida del ser humano de Jesús hacia Dios: Jesús como historia de la integración de un ser humano en Dios. En la cristología todo ocurre como si en Cristo el ser humano hubiera perdido su historicidad. Este ser humano no tiene prehistoria en su educación y en su participación en la vida de su pueblo. Los acontecimientos narrados en los evangelios solamente repiten con otras fórmulas el mismo misterio fundamental de la encarnación, pero sin significar nada nuevo.

 

Al reservar toda su consideración al << Hombre-Dios >>, santo Tomás y toda la evolución teológica católica posterior se olvidaron de Jesús como mesías-liberador. Pues bien, los hechos humanos de Jesús forman una historia, y esta historia se entendió y se explicó por los evangelistas a partir de los conceptos bíblicos, entre los cuales los más importantes fueron los diversos conceptos bíblicos de mesías. Por otra parte, la cristología latinoamericana se ha dedicado prioritariamente a la contemplación de la mesianidad de Jesús, lo cual explica que a primera vista parezca bastante ajena a la cristología tradicional.

 

Pues bien, la mesianidad de Jesús está ligada a la presencia del Espíritu en él. El Espíritu Santo es el que reviste a Jesús de su misión mesiánica. No lo hace de una vez, sino por etapas. Por eso los evangelios muestran toda una serie de venidas del Espíritu sobre Jesús; cada una de ellas corresponde a una nueva etapa de su misión mesiánica.

 

A partir de la misión mesiánica, la prehistoria de Jesús, historia terrena y su historia ulterior a la resurrección reciben su significado. Por su misión mesiánica Jesús entra en la historia y crea la historia. Deja de ser un fenómeno único, casi extraño y ajeno a la historia de la humanidad.

 

A cierto catolicismo integrista, al estilo del catolicismo del siglo XIX, le encantaba la idea de un Cristo sin contacto con nuestro mundo; se trataba de una aplicación más del credo quia absurdum. Pues bien, esa cristología simplemente no es cristiana, puesto que no es la que nos enseñan los evangelios y el Nuevo Testamento. Al contrario la Biblia muestra la presencia de Jesús como la culminación de la historia humana al final de una lenta preparación en Israel.

 

El Espíritu Santo hizo a Jesús mesías, lo fue constituyendo poco a poco a través de acontecimientos históricos y determinados en el tiempo y en el espacio. No es suficiente considerar a la naturaleza humana de Cristo con las modificaciones que supone en ella la encarnación. Es necesario seguir el Nuevo Testamento cuando revela el papel, la actuación histórica, los cambios de Jesús. Su papel fue el de mesías-liberador. Su actuación estuvo determinada por las venidas del Espíritu. Los cambios acompañaron a las diversas fases de su confrontación con el mundo.

 

    1. Las etapas de la venida del Espíritu Santo en Jesús

 

La forma de esclavo y la forma de gloria. San Pablo establece claramente dos etapas en la mesianidad de Jesús. Antes de la muerte y de la resurrección. Jesús era mesías escondido, fue revestido de poder y recibió plenitud de la misión mesiánica que ejerce con la fuerza del Espíritu. Fue con la resurrección como Jesús fue << constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santidad desde la resurrección de los muertos >> (Rom 1,4).

 

Pedro afirma esta misma doctrina en sus discursos, que recogen los Hechos de los Apóstoles: <<Exaltado, pues, por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo, objeto de la promesa, lo ha derramado; esto es lo que veis y oís >> (He 2,33; ef He 13, 32-33). San Juan defiende la misma doctrina: solamente después de la resurrección es cuando Jesús recibió el Espíritu para derramarlo. Hay aquí una nueva etapa (Jn 7, 37). En esta etapa la abundancia del Espíritu es tal que Jesús lo puede derramar. No podía hacerlo antes. La plenitud de la unción del Espíritu Santo se llevó a cabo en la resurrección, en la ascensión y en pentecostés. Las intervenciones de Jesús después de la resurrección demuestran que hasta que subió al Padre no tenía todavía la unción plena (Jn 20,17).

 

Por eso mismo, durante la misión terrena de Jesús el Espíritu permanece más bien escondido. Tan solo a la luz de la pascua fue como los discípulos entendieron que esta misión terrena ya había sido movida por el Espíritu, e identificaron las etapas previas de la unción de Jesús. Ellos mismos no la habían visto. Pero después de Pentecostés todo quedó cada vez más claro. La misma vida terrena de Jesús ya había sido mesiánica y espiritual.

 

La unción del bautismo. El bautismo de Jesús fue a lo que se refirió san Pedro en su discurso a la familia de Cornelio: << A Jesús, el de Nazaret, lo ungió Dios con Espíritu Santo y poder, el cual pasó haciendo el bien y sanando a los posesos del demonio, porque Dios estaba con él >> (He 10, 38). A continuación el apóstol explicaba el contenido de la misión que se derivaba de la unción. Como mesías ungido, Jesús curó a los enfermos y expulsó a los demonios. De hecho, esta actividad comenzó con el bautismo de Jesús. Todos los evangelistas afirman que la actividad mesiánica de Jesús comenzó con su bautismo, o mejor dicho, con lo que aconteció con ocasión de su bautismo.

 

Cada evangelista narra a su modo el bautismo de Jesús. La versión más antigua, la de Marcos, dice que solamente Jesús vio al Espíritu ese día. Esta versión corresponde de hecho a la idea más antigua, según la cual la mesianidad de Jesús no había sido reconocida como tal cuando Jesús estaba actuando en Palestina. Fue más tarde cuando la reconocieron los discípulos.

 

Las palabras del Padre y la presencia del Espíritu demuestran con claridad que es allí donde se situó la unción de Jesús: en ese momento es cuando Jesús fue hecho mesías. Al mismo tiempo, las alusiones a los textos del Antiguo Testamento manifiestan la orientación de la obra mesiánica: van en el sentido del siervo de Yavé, que profetizó el Segundo Isaías.

 

De hecho, la unción de Jesús aparece luego en su victoria sobre Satanás (Lc 4,14). A continuación Jesús comienza a evangelizar con la misma fuerza del Espíritu (Lc 4,18).

 

2. El Espíritu y la palabra

 

La unidad entre la actuación del Hijo y la actuación del Espíritu se pone de relieve en la implicación mutua entre la palabra y el espíritu. Porque Cristo es la palabra. Ya san Ireneo decía: << La Iglesia tiene por columna y por sustento el evangelio y el Espíritu de vida >>. Esta asociación está ya muy clara en la Biblia: Ha sido igualmente una doctrina constante en la tradición, que la ha presentado baja diversos temas. En la actualidad empezamos a entenderla de un modo renovado, diferente de los métodos tradicionales, pero igualmente válido.

 

2.1. Espíritu y palabra en la Biblia

 

Ya en el Antiguo Testamento empezó la asociación entre palabra y espíritu. En la creación estaban unidos la palabra y el espíritu: << Por la palabra de Yavé los cielos fueron hechos, por el soplo de su boca toda su armada >> (Sal 33,6; cf Gén 1,2s).

 

En el modelo profético que nace con el destierro, con Isaías y Ezequiel, el espíritu y la palabra actúan juntos: <<Mi espíritu, que reposa en ti, y mis palabras, que he puesto en tu boca, no faltarán en tu boca >> (Is 59,21): << Al decirme estas palabras, el espíritu entró en mí >> (Ez 2,2).

 

En los sinópticos hay pocas palabras sobre el Espíritu. Pues bien, suelen siempre asociar el Espíritu a las palabras: “Decid lo que os fuere inspirado en aquella hora, pues no hablaréis vosotros, sino el Espíritu Santo” (Mc 13,11; cf Mt 10,19-20; Lc 12,11-12). “Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y dijo a grandes voces. . . “ (Lc 1,41-42). “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió; me envió a evangelizar a los pobres” (Lc 4,18).

 

En el cuarto evangelio la unidad entre la palabra y el espíritu queda sistemáticamente tematizada. “Porque el que Dios envió habla las palabras de Dios, pues no da el espíritu con medidas” (Jn 3.34). “Dios es espíritu y sus adoradores han de adorarlo en espíritu y en verdad” (Jn 4,24). La verdad es el evangelio pronunciado por Jesús, la realidad de la salvación anunciada por el evangelio; “Las palabras que os he dicho son espíritu y vida” (Jn 6,63).

 

Las dos manos de Dios están muy claramente presentes en el esquema paulino: “Nuestro mensaje evangélico no os fue transmitido solamente con palabras, sino también con obras portentosas bajo la acción del Espíritu Santo (1 Tes 1,5). “Mi palabra y mi predicación no se basaban en discursos persuasivos de sabiduría, mas en la demostración del Espíritu y del poder “( 1 Cor 2,4).

 

En los Hechos de los Apóstoles nos encontramos con esta asociación a cada paso: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos” (He 1,8). “Y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu Santo les movía a expresarse” (He 2,4).

 

Las cartas del libro del Apocalipsis proceden al mismo tiempo de Cristo y del Espíritu (Ap 2,1.7, etc.).

 

El evangelio por sí solo no basta. Lo que le confiere fuerza y eficacia es el Espíritu Santo. A su vez, el Espíritu Santo no inspira cualquier tipo de palabra, sino la palabra de Cristo. Por eso san Pablo se muestra preocupado por el carisma de las lenguas que podrían ser ajenas a Cristo. Prefiere la profecía, que es la palabra que construye la comunidad, el cuerpo de Cristo. El verdadero evangelio de Cristo es el que dice la verdad sobre Cristo. Que predica el evangelio de la cruz.

 

Es verdad que podría darse una interpretación insuficiente de la presencia del Espíritu. El Espíritu podría estar allí solamente para reforzar una palabra formada sin él. Sería como un sello añadido a un discurso para conferirle autenticidad o energía. El Espíritu se quedaría fuera de la propia palabra, sin interferir en su elaboración y en su expresión, a no ser para apoyarla desde fuera. En el occidente ha sido en la práctica una interpretación de este género la que ha prevalecido muchas veces. El evangelio era simplemente la letra de la Biblia o la doctrina del magisterio. El Espíritu servía para confirmar la lectura de la Biblia o para apoyar la doctrina del magisterio. Esa interpretación se deriva de contextos circunstanciales. No restituyen lo que la Biblia quiere decir mediante la asociación entre el espíritu y la palabra. Porque la palabra procede siempre del Espíritu y pasa por el trabajo del Espíritu tanto en su emisión como en su recepción.

 

    1. Espíritu y palabra en la tradición

 

La tradición ha señalado diversos aspecto de la asociación tan estrecha que da entre el espíritu y la palabra, aunque no ha agotado todo su significado.

 

      1. Espíritu y palabra en la recepción de la palabra

 

Sobre todo en Occidente, la tradición ha dado más énfasis a la recepción de la palabra. Ésta ha sido concebida como si procediera directamente del Verbo de Dios. Se ha insistido mucho en la continuidad entre el Cristo-palabra y las palabras presentes en la Iglesia, esto es, la palabra escrita de la Biblia, la palabra oral de la predicación, la palabra solemne del magisterio que define, proclama o condena. Había un papel reservado para el Espíritu en la recepción de esta palabra en la verdadera fe.

 

Es doctrina tradicional que es imposible recibir con fe verdadera la palabra del evangelio si no hay una iluminación del Espíritu Santo. Necesitamos pedir, con los efesios, un “espíritu de sabiduría y revelación en el pleno conocimiento de él” (Ef 1,17). La afirmación de la necesidad del Espíritu Santo para que haya un acto de fe fue proclamada por II concilio del Orange del año 529 en el canon 7; es imposible llegar al acto de fe “sin la iluminación y la inspiración del Espíritu Santo” (DS 377).

 

La palabra de Dios responde a la escucha de los hombres. Escuchar es el deber del pueblo de Dios. Por otra parte, escuchar y obedecer son la misma cosa. Y esa escucha tiene, que ser activa, operativa. Es obediencia. >>Escucha, Israel>> (Dt 6,4). >>¡Ojalá oyerais hoy su voz! No endurezcáis vuestro corazón como en Meribá . . .>>(Sal 95,7-8). Escuchar es un don del Espíritu.

 

Este tema del escuchar fue elaborado en el temario más complejo del << maestro interior >>, que desarrolla san Agustín. Un maestro exterior enseña, pero un maestro interior da la comprensión de la palabra exterior. Este maestro interior es el Espíritu Santo. Con san Gregorio Magno, santo Tomás de Aquino y la Imitación de Cristo, la tradición espiritual y teológica de Occidente ha cultivado este tema del maestro interior.

 

De ahí aquella costumbre tan antigua, que practicaba ya san Juan Crisóstomo, que quiere que se invoque al Espíritu Santo antes de comenzar la predicación. La palabra de Dios tiene su fuerza, pero necesita de la penetración del Espíritu Santo para que pueda ser asimilada por el oyente.

 

En la ordenación de los obispos hay un rito muy antiguo que une los evangelios con el Espíritu. Es la imposición del libro de los evangelios sobre la cabeza y sobre los hombros del candidato mientras se invoca al Espíritu Santo.

 

En lo que se refiere a la palabra escrita, hay un refrán antiguo que dice que, para entender la Biblia, se necesita el mismo Espíritu Santo que la escribió.

 

La doctrina de la enseñanza de la palabra de Cristo por el Espíritu pertenece a todas las ramas de la Iglesia cristiana. En los teólogos orientales se encuentra con especial énfasis. Fue formulada con mucha energía por Lutero en sus disputas contra los extremistas y contra los católicos. Nadie ha insistido tanto como Lutero en la obediencia a la palabra de la Biblia. No permitió que la doctrina de la iluminación interior por el Espíritu apartase de la sumisión a la palabra escrita de la Biblia. Acusa a Muntzer y a los otros teólogos de la revolución del siglo XVI de apelar al Espíritu contra Cristo.

 

Calvino desarrolló más todavía la doctrina de la necesidad de la iluminación interior por el Espíritu para comprender la Biblia.

 

La iluminación del Espíritu en el origen de la fe y de la comprensión de la palabra no excluye las mediaciones humanas y materiales. No es puramente individual. No es un contacto entre el Espíritu Santo y la mente del individuo sin conexión alguna con las realidades históricas.

 

En efecto, el mismo Espíritu que ilumina las mentes es el que establece la comunicación entre ellas. Utiliza la comunión de los creyentes para que los fieles se iluminen mutuamente. De esta manera el Espíritu está dirigiendo y orientando la tradición. Esta no es el resultado de factores puramente sociológicos. Hay una comunión entre los creyentes que va más allá de los lazos naturales. El Espíritu crea una cadena de transmisión de generación en generación, horizontal en el tiempo y en el espacio, que es la tradición.

 

El Vaticano II afirma: “Esta tradición, oriunda de los apóstoles, va progresando en la Iglesia bajo la asistencia del Espíritu Santo” (DV 8,2). “El Espíritu Santo, por medio del cual resuena la voz viva del evangelio en la Iglesia y a través de ella en el mundo, lleva a los creyentes a la verdad completa y hace que habite en ellos abundantemente la palabra de Cristo “(DV 8, 3).

 

La memoria activa de las palabras de Cristo que reveló Jesús en su discurso de despedida es la que engendra esta tradición. El Espíritu Santo ilumina a las personas por medio de su inserción en la tradición viva, continuamente renovada, redescubierta y vivificada siempre de nuevo.

 

La mediación de la Iglesia prolonga la de la tradición. El Espíritu engendra la fe mediante la comunidad. La palabra de Cristo recibida por la Iglesia y en la Iglesia. Cada una de las personas la recibe dentro de esta recepción eclesial y en comunión y diálogo con ella. Por eso mismo no hay una infinidad de sentidos diferentes de la palabra, sino una percepción común, fundamental, aunque diversificada. Hay un caminar eclesial en el descubrimiento de la palabra de Dios, en el que cada uno representa su propio papel, pero nunca separado de los demás.

 

Este caminar es el que el Vaticano II designa como el “sentido de fe” del pueblo de Dios. El pueblo de Dios enseña de modo infalible cuando enseña con un consentimiento universal. La fe de cada uno queda iluminada por ese sentido común en la Iglesia. “Por este sentido de la fe, suscitado y sustentado por el Espíritu de la verdad, el pueblo de Dios – bajo la dirección del sagrado magisterio, a quien fielmente respeta – no recibe ya palabra de unos hombres, sino verdaderamente la palabra de Dios” (LG 12,1).

 

El papel del magisterio en este sentido de la fe del pueblo de Dios es lo que constituye un motivo de discordia entre la Iglesia Católica y todo el movimiento protestante. Para los protestantes, la misma instancia del magisterio supone un rechazo de la soberanía de la palabra de Dios. Aquí hay materia para muchos debates todavía. La doctrina católica ha sido enunciada por la Dei Verbum (10,2) de la siguiente manera: “El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiada únicamente al magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en nombre de Jesucristo . Este magisterio evidentemente no está por encima de la palabra de Dios., sino a su servicio, sin enseñar más que lo que ha sido transmitido, en el sentido de que, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, escucha piadosamente esa palabra, la conserva santamente y la expone con fidelidad.” El magisterio no es superior a la palabra que interpreta. El magisterio no puede ser concebido como ajeno a la Iglesia. Está dentro de la Iglesia y dentro del sentido de fe del pueblo de Dios. No hay dos Espíritu: uno para el pueblo de Dios y otro para el magisterio. El mismo Espíritu es el que enseña al pueblo de Dios y enseña al magisterio. Sin embargo, en la práctica de la Iglesia católica, sobre todo después del movimiento de cerrazón ante el mundo que se formó en el siglo XIX, no han faltado fricciones. Pero está claro que el magisterio no está llamado a imponer al pueblo una interpretación de la palabra de Dios que éste no tuviera ya anteriormente de algún modo.

 

A veces la teología católica nacida en el siglo pasado tendía a proponer como situación típica aquella en la que el pueblo está obligado a inclinarse por obediencia ciega ante un magisterio capaz de ver con claridad lo que no ve nadie más que él. No es éste, ciertamente, el sentido de la iluminación del Espíritu Santo.

 

      1. Espíritu y palabra en la emisión de la palabra

 

La palabra de verdad es Cristo. Solamente él habla con autoridad. Todas las palabras pronunciadas por la Iglesia y en la Iglesia tienen en Cristo su regla, su norma y su significado. Sin embargo, la letra mata y el espíritu es el que vivifica. La predicación cristiana no consiste en repetir indefinidamente la materialidad de las palabras consignadas en la Biblia o en los dogmas definidos por el magisterio.

 

Estaba el ministerio de la letra: fue el de Moisés. Y está el ministerio del Espíritu, que es el de los apóstoles y el de todos sus sucesores. El ministerio del Espíritu permanece en la línea del antiguo ministerio de los profetas e inaugura el ministerio profético de la Iglesia. En efecto, el espíritu inspira una palabra fuerte. Por el Espíritu la palabra de la predicación tiene la fuerza de Dios.

 

Hasta los tiempos actuales no se ha dado mucha importancia el ministerio espiritual o profético. Los protestantes insistieron en la obediencia radical a la palabra de la Biblia, mientras que los católicos subrayaron la obediencia radica al magisterio. Pues bien, existe otro aspecto. En el Nuevo Testamento el ministerio de la palabra es espiritual: san Pablo, san Juan y san Lucas destacan la presencia de los profetas en la Iglesia. Los profetas son los portadores de la palabra. Son fuertes. Exhortan, insisten, persuaden, despiertan la fe, la conversión, el servicio a la comunidad: construyen la comunidad.

 

En los orígenes del cristianismo los profetas quedan de alguna manera institucionalizados, mostrando de este modo que no existe ninguna oposición entre el profetismo y la institución. San Pablo, san Lucas y san Juan hablan de los profetas como de una categoría instituida, con un estatuto oficial, en la Iglesia. Los profetas no están aislados. Entran en una gran familia y siguen una cierta tradición. Pero, por otro lado, los profetas no son meros repetidores. Dicen una palabra actual, una palabra que entra en los oyentes y los transforma. En los profetas convergen el carisma y la institución. Y la Iglesia reconoce la clase de los profetas en su seno y les presta atención y estima.

 

Por un lado, el profeta es fiel a la palabra del que lo ha enviado para hablar. Por otro lado, el profeta es profundamente personal y recrea de alguna manera la palabra que recibió. El profeta hace de la palabra de Dios una palabra profundamente personal y comunitaria, una palabra capaz de penetrar y de convencer. El profeta es al mismo tiempo inventivo, original, creativo y totalmente obediente. Combina la sumisión al mensaje recibido con la capacidad de expresar este mensaje de un modo comprensible. Hace que la palabra de Dios sea realmente palabra en un contexto humano determinado. Es que la palabra de Cristo es realmente de Cristo si es la misma y diferente para cada individuo y cada cultura.

 

En la actualidad, el nombre de profeta se utiliza cada vez más para designar a las personas que consiguen traducir en un lenguaje humano, dotado de significado, la palabra de Cristo.

 

¡Cómo se relaciona el profetismo con el ministerio instituido de la jerarquía? Después del Vaticano II no se sostiene ya la versión verticalista unilateral de la revelación, que había llegado a ser común en la Iglesia católica después del concilio de Trento e incluso después de la escolástica medieval. En esta doctrina, el profetismo habría desaparecido para siempre de la Iglesia desde el siglo III. La palabra de Cristo habría sido entregada a los apóstoles. Y estos habrían transmitidos la totalidad de la revelación a la jerarquía. La jerarquía comunicaría la tradición recibida al pueblo cristiano.

 

Este esquema no corresponde a la realidad de la Iglesia católica en ninguna fase de su historia. Se trata de un esquema teórico, que algunos consideraban como un ideal por alcanzar. Pero nunca se dio de verdad . En todas las épocas ha habido personas suscitadas por el Espíritu que han ejercido una influencia espiritual determinante independientemente de la jerarquía. Esta les ha reconocido la inspiración, por lo menos en la práctica: fueron los mártires, los monjes o las monjas, los autores espirituales, los místicos, los fundadores de institutos religiosos, de obras sociales o de evangelización, los creadores de comunidades o asociaciones. La vitalidad de la Iglesia ha surgido mucho más de las iniciativas de estas personas que de la enseñanza mucho más formal del clero.

 

Realmente existe en la historia cristiana dos polos en los ministerios de la palabra. Por un lado está un polo instituido, que es la jerarquía, cuya acción se va prolongando por medio de los presbíteros y diáconos. Este polo se muestra más interesado en transmitir una tradición más literal. La jerarquía guarda el depósito de la Biblia y de las interpretaciones tradicionales. No toma muchas iniciativas en el sentido de renovar , de adaptar el mensaje a la actualidad. Su preocupación es más bien la de no desviarse de la continuidad. La jerarquía garantiza la conexión con los orígenes y con la tradición de los siglos pasados. Garantiza la fidelidad.

 

El peligro de la jerarquía consiste en caer en el literalismo, pensando que la fidelidad a la revelación radica en repetir literalmente las palabras antiguas, sin tener en cuenta que esas mismas palabras en la actualidad no tienen ya significado o bien han recibido de la historia otro sentido muy diferente de la intención inicial.

 

Hasta Pío XII no se concebía que la tradición pudiera ser transmitida independientemente de la formulación escolástica. De esta manera la jerarquía identificaba la tradición con una escuela teológica, cuyos límites son en la actualidad más evidentes que nunca.

 

Hay otro polo, constituido por una tradición profética de personas que pueden pertenecer a la jerarquía, pero que muchas veces no pertenecen a ella. Estas personas tienen un carisma especial que les inspira las palabras humanas actuales que mejor traducen las palabras del evangelio para el público de hoy, determinado por su historia y por la geografía. El concilio Vaticano II ha reconocido la legitimidad de la tradición profética en la Iglesia, sobre todo en sus declaraciones sobre los carismas.

 

Entre los dos polos hay una distinción, pero no tiene por qué haber necesariamente una oposición. Efectivamente, no es posible que haya dos Espíritus y dos Cristos. Todos se someten a la palabra de Cristo. Todos reconocen las limitaciones de las palabras humanas para traducir las palabras de Cristo y las palabras bíblicas.

 

La tradición profética en la Iglesia no rechaza la jerarquía, y reconoce la misión episcopal de someter las expresiones actuales de la palabra a los criterios de la continuidad. La jerarquía garantiza la continuidad entre el mensaje de ayer y el mensaje de hoy. Habrá choques y conflictos temporales. Pero finalmente, en la tradición católica, los profetas se someten a las sentencias de los concilios, de los papas y del magisterio episcopal en general.

 

Por otro lado, la jerarquía no es dueña del Espíritu Santo ni fuente de verdad. Generalmente no tiene la iniciativa, sino que interviene en segunda instancia después de las iniciativas que vienen de los profetas. La jerarquía tiene que ser sensible a la voz de los profetas. Porque la jerarquía también procede del Espíritu Santo. Los obispos reciben el sacramento del orden, que infunde el Espíritu. El episcopado es también un carisma. Los obispos no son escribas conservadores de una palabra fija y muerta. Tienen que tener la suficiente sensibilidad espiritual para reconocer la acción del Espíritu entre los profetas.

 

El ideal sería que hubiera en el cuerpo episcopal un número suficiente de profetas. De esta manera se facilitaría el entroncamiento entre el polo jerárquico y el polo profético. Es lo que ha sucedido ya en la historia en diversas circunstancias. Y estamos convencidos de que ésta es también la situación actual en América Latina: así es como se explican Medellín y Puebla. Sin embargo, albergamos ciertos temores para el futuro. Los criterios para los nombramientos episcopales parecen ser en la actualidad bastantes diferentes. En Roma se prefiere a los hombres de derecho y de administración, y se evita a los profetas. La historia de los siglos XVIII y XIX demuestra lo que ocurre cuando los obispos carecen casi por completo de espíritu profético y se contentan con las virtudes de buenos escribas; ¿no provendrán de ahí los desastres actuales que tanto deplora el cardenal Ratzinger? Lo que rechaza el mundo moderno de hoy es la Iglesia que hizo el clero de los siglos XVIII y XIX. Esa Iglesia fue la que se negó a enfrentarse con los problemas del mundo nuevo que estaba surgiendo.

 

    1. Espíritu y palabra hoy

 

Hoy como siempre, el cristianismo es un entroncamiento entre la misión de la palabra y la misión del Espíritu Santo. Sin embargo, los modelos tradicionales de semejante entroncamiento han dejado de tener validez.

 

En el modelo occidental la palabra de Dios ha estado muy ligada a un discurso humano, bien sea el discurso de la predicación o bien el discurso de la definición dogmática. Jesús aparecía en el discurso humano de la jerarquía o de los teólogos. El Espíritu Santo venía para suscitar la obediencia del sujeto a esa palabra. La fe era la obediencia de la mente a un discurso hecho de palabras humanas entrelazadas entre sí. Pero sucede que en la actualidad, después de dos siglos de crítica, la identidad entre la palabra de Dios y los discursos de los hombres ha dejado de ser tan evidente como era antes.

 

En el modelo oriental la palabra ha sido vista siempre sobre todo como doxología: la palabra es la alabanza, la acción de gracias, la proclamación de la gloria del Padre por el Hijo. El Espíritu Santo asocia a los hombres a esta palabra en el acto litúrgico. La fe es la iluminación de la mente que empieza a participar en la liturgia celestial en una anticipación del reino de Dios. Este modelo deja fuera de la palabra y del Espíritu a la historia terrena. Tal como es se ha vuelto incomprensible.

 

Actualmente estamos volviendo a una concepción de la palabra más próxima a la Biblia. La palabra está en el obrar. La palabra eterna se hace palabra humana capacitada para actuar en nuestra historia. Jesús por medio de la vida. Sus “palabras” comentan su vida y estarían desprovistas de sentido fuera de esa vida. El Espíritu Santo es el que hace comprender la vida de Jesús, el obrar de Jesús.

 

Pues bien, el obrar de Jesús solamente puede ser entendido a partir del seguimiento. El que no sigue a Jesús no puede entenderlo. La praxis de la imitación de Jesús es el punto de partida para su comprensión. No entendemos las palabras de Jesús a partir de ellas mismas, utilizando el diccionario, la gramática o las ciencias literarias. Entendemos las palabras a partir de la participación en el obrar al que aluden las palabras. Los mismos evangelios afirman en cada una de sus páginas la prioridad del obrar por encima de las palabras. Solamente a partir de una praxis de liberación es como pueden comprenderse las palabras de Jesús.

 

¿Cuál es el papel del Espíritu en este proceso? El Espíritu Santo es el que crea la praxis liberadora que sitúa en la línea de Cristo. El Espíritu inventa la vida de verdadera obediencia a Jesús, que es la imitación de su obrar. Efectivamente, no es posible en nuestro siglo XX copiar materialmente el obrar de Jesús en la Galilea del siglo I. Se trata de una nueva creación histórica. Sin embargo, esta creación tiene que ser fiel. El Espíritu no puede apartarnos de Jesús. Una creación puramente humana sería necesariamente diferente, ya que no lograría superar la distancia de veinte siglos. Solamente el Espíritu puede mantener una auténtica continuidad a pesar de esta distancia.

 

En segundo lugar, ya que las palabras en forma de discurso surgen de la praxis, el Espíritu Santo orienta también hacia la creación de un nuevo lenguaje, de un nuevo discurso de los evangelios. Porque sería indigno pensar que podemos traducir al lenguaje de hoy los discursos del Nuevo Testamento por medio de disciplinas literarias o puramente intelectuales. La lección de doscientos años de exégesis científica demuestra que el camino intelectual tan solo lleva a una arqueología cristiana. La teología bíblica no ha conseguido ir más allá de esa arqueología. No ha sido capaz de elaborar un discurso evangelizador. No ha sido capaz de hablar a nuestros contemporáneos . Por esta razón es por lo que el Vaticano II fue incapaz de sugerir siquiera un discurso capaz de evangelizar. Volvió al discurso bíblico del siglo I, pero no puede hablar de nuestros contemporáneos. La teología bíblica no puede contactar con los hombres de nuestros días porque no crea una nueva praxis. Las palabras sin una praxis que les sirva de apoyo se quedan vacías de sustancia.

 

El Espíritu Santo que recrea la praxis de Jesús suscita también un lenguaje capaz de explicar y de comentar la nueva praxis. Este lenguaje no tiene ninguna necesidad de ser elocuente con una elocuencia humana; basta que sea capaz de mostrar una realidad elocuente.

 

3. Cristo y el Espíritu en la Iglesia

 

También en la Iglesia colaboran las dos manos de Dios, elaborando una síntesis viva. Ésta es la verdad que ha quedado oculta en la eclesiología que ha dominado sobre todo desde el concilio de Trento. Se partía de la idea de que Cristo había sido fundador de la Iglesia. Cristo habría fundado a la Iglesia como sociedad jerarquizada, dotada de todos los medios necesarios. J. A. Möhler resumía de la siguiente manera la eclesiología que le habían enseñado: “Dios ha fundado la jerarquía y nos ha proporcionado de esta manera todo lo que es necesario hasta el final de los tiempos”. El Espíritu Santo no habría hecho otra cosa que confirmar lo que había sido fundado por Jesucristo. En semejante concepción es patente el desequilibrio. Cristo lo hace todo, y el Espíritu Santo casi resulta superfluo. El redescubrimiento del Espíritu Santo lleva a un nuevo equilibrio en la concepción de la Iglesia. Se trata entonces de comprender de qué manera colaboran el Verbo y el Espíritu.

 

3.1. La relativa autonomía del Espíritu en la Iglesia

 

La idea de la fundación de la Iglesia por Cristo tiene ciertamente su aspecto de verdad, pero no puede ser exclusiva. A partir de la reforma del siglo XVI se multiplicaron los fenómenos que señalan en el origen de la Iglesia una intervención de Dios actual y presente.

 

Bajo la apariencia de la mayor libertad del mundo reformado aparecieron grupos y movimientos cristianos que proclamaron su dependencia directamente de una iniciativa del Espíritu.

 

Se citan la conversión de George Fox y la fundación de la Sociedad de Amigos (Quaquers), el movimiento pietista, Wesley con la gran aventura metodista, los “revivals” del siglo XVIII. En este siglo nació también el movimiento pentecostal, que acabó penetrando dentro de las Iglesias protestantes tradicionales y de la misma Iglesia católica.

 

Esto demuestra que lo que está sucediendo en la Iglesia actual tiene ya una larga historia. En la Iglesia católica la reacción contra la reforma protestante suscitó lo que se llamó la “mística de la obediencia”. La obediencia a la jerarquía se ha convertido casi en el único criterio de valor de la vida cristiana. Una posición tan desequilibrada no podía durar indefinidamente.

 

Al lado de la fidelidad a todo lo que fue revelado a los apóstoles y transmitido desde ellos está la estructura espiritual de la Iglesia. La vida no nace de la mera repetición del pasado. Incluso bajo la mística de la obediencia, la vida está hecho de iniciativas, de luchas contra los obstáculos, de compromisos personales, de invención, de creatividad. Desde el punto de vista de la jerarquía, todo aquello que se vive en la base puede parecer evidente y exento de todo tipo de problema. Desde el punto de vista de la jerarquía, lo que importa es que todos los movimientos se lleven a cabo dentro de la continuidad. Los miembros de la jerarquía no saben todo lo que cuesta la invención de iniciativas nuevas.

 

La Iglesia es carismática porque todo lo que se hace realmente en ella procede de los carismas del Espíritu. Si los carismas no son acogidos y respetados, la vida se escapa y la institución se queda vacía. Es lo que está sucediendo en nuestros días. Las Iglesias muy rígidas en su sistema institucional lamentan que sus fieles escapen. Y al revés, nacen millares de movimientos nuevos a partir de la base, comunidades carismáticas que temen verse manipulados por los aparatos fuertes.

 

Si la jerarquía es un principio regulador, la vida no viene de ella, sino del Espíritu. Y el Espíritu sopla donde quiere, como quiere y cuando quiere. No sigue las normas que define el aparato.

 

    1. La subordinación de la Iglesia a Cristo

 

No hay oposición entre Cristo y el Espíritu. El Espíritu nunca aparta de lo que Jesús dijo ni de lo que hizo. Al contrario, todos los carismas intentan encontrar de nuevo lo que Jesús dijo y lo que hizo. Por otro lado, Jesús no definió por anticipado todo lo que su Iglesia tenía que decir o hacer; su acto fundador fundamental en relación con la Iglesia fue el envío del Espíritu Santo para que éste garantizase la continuidad con él.

 

Cristo puso a los doce como referencia. Pues bien, los mismos doce fueron ya carismáticos. No fueron escribas que se pusieran a repetir las palabras o a llevar la gerencia de la institución. Los apóstoles fueron también inventores: dejaron cuatro evangelios diferentes: dejaron que otros apóstoles se pusieran a hablar y presentaron también su evangelio, tal como lo hizo san Pablo.

 

En la tradición no es sola la jerarquía la que actúa. La jerarquía y el pueblo cristiano con sus carismas actúan conjuntamente, influyen unos en otros y conducen a la Iglesia en un movimiento donde se combina la invención y la espontaneidad, por un lado, y la continuidad con los orígenes, por otro. Así lo ha dicho la Dei Verbum: “Los obispos y los fieles colaboran estrechamente en la conservación, el ejercicio y la profesión de la fe transmitida” (DV 10,1)

 

Sería ilusorio pensar que la conservación material de las mismas formas sea una garantía verdadera de continuidad con Cristo. La repetición material puede ser la peor traición a la fidelidad real.

 

Naturalmente, el peligro está en la confusión entre el Espíritu Santo y las iniciativas meramente humanas atribuidas al espíritu por abuso. Sin un control efectivo existe el peligro serio de que los movimientos religiosos caigan en manos de gentes desequilibradas. El sentimiento religioso es el que está más expuesto a las desviaciones y a la confusión. La religión ha servido siempre para dar cobijo a las peores aberraciones; los profetas están llenos de denuncias de las falsas religiones. El liberalismo actual de los Estados y su permisividad religiosa favorecen ampliamente la multiplicación de los subjetivismos religiosos y de sectas sin consistencia. Frente a esta efervescencia descontrolada, la jerarquía constituye una defensa segura. Pero la defensa no puede impedir la espontaneidad y la iniciativa.

 

  1. Cristo y el Espíritu Santo en la evangelización

 

Todos sabemos que la evangelización de los pueblos encuentra actualmente juicios muy severos y adversarios empedernidos. En el tercer mundo, no solamente en Asia y en África, sino también entre los movimientos negros o indígenas de las Américas, así como entre los antropólogos del mundo entero, muchos afirman que cualquier tipo de misión cristiana no puede menos de ser otra cosa más que una renovación del colonialismo, dado que tiende a destruir las religiones ancestrales de los pueblos para sustituirlas por una religión que inevitablemente ha de ser controlada por centros occidentales y blancos. El que se hace cristiano se pone en manos de los blancos.

 

Si la Iglesia ha adoptado hoy el tema de la “inculturación”, ésta es denunciada como la expresión más sutil del colonialismo ideológico.

 

Ante semejantes acusaciones, los misioneros se preguntan si el mismo anuncio de Cristo como medio único y necesario de la salvación no será ya una forma de dominación y de imposición cultural. Se preguntan si la evangelización tiene que seguir afirmando la unicidad de Cristo. Se preguntan si la evangelización no debería limitarse a proclamar a Dios. Pero entonces, ¿cuál sería ese Dios? ¿Debe la evangelización anunciar algo que sea ya común a todas las culturas?

 

Y al final surge la pregunta: ¿Sigue siendo lícito evangelizar en el contexto actual? ¿ No sería necesario aguardar a hacerlo en otra configuración histórica, aguardar la caída de Occidente?

 

Los misioneros han hecho ya algunas sugerencias en el sentido de responder a las reivindicaciones de los adversarios. Una primera sugerencia consiste en desarrollar más bien la práctica que el mensaje formal. El cristianismo se comunica mejor por medio de los gestos, de los actos, de las actitudes, de la participación en la vida, que por medio de discursos o de exposición de conceptos religiosos. En realidad, esta sugerencia no hace más que reforzar una práctica muy antigua. Los misioneros fueron generalmente más bien hombres prácticos que intelectuales, y pasaron más tiempo trabajando materialmente que enseñando teóricamente.

 

Otra sugerencia se refiere al diálogo. La evangelización no tiene que ser una invitación directa a la conversión, sino más bien un intercambio, un diálogo teórico y práctico con las otras religiones del mundo dentro de unos encuentros culturales . En tales diálogos los misioneros deben estar dispuestos a aprender, ya que no hay diálogo sin reciprocidad: si uno de los interlocutores piensa que ya tiene toda la verdad, no está dispuesto a recibir, sino que tan sólo tolera que el otro pronuncie su discurso antes de repetirle él el suyo.

 

Una tercera sugerencia va más allá del diálogo religioso. Piensa que el encuentro de las religiones tiene que hacerse dentro de una praxis común de liberación. Las religiones separan, mientras que la acción liberadora aproxima. Dentro de la acción, los hombres religiosos podrán apreciar correctamente el mensaje religioso de sus compañeros y, caminando juntos, podrán formular acuerdos parciales. Se tiene la confianza de que una praxis de liberación será capaz de hacer aparecer la superioridad de Cristo y del cristianismo sobre las demás figuras y doctrinas religiosas del mundo.

 

El Espíritu Santo interviene poco en las investigaciones misiológicas. Es el reflejo de la ausencia del Espíritu en la teología occidental. Pues bien, en la misión también ha de ser la regla la implicación mutua del Hijo y del Espíritu Santo.

 

El mensaje cristiano no es solamente el anuncio de Cristo, sino también el anuncio del Espíritu Santo. Pues bien, el Espíritu está actuando en los pueblos paganos y en todas las religiones desde el comienzo de la humanidad. El Espíritu conduce a los pueblos y a las religiones en un movimiento que no podemos conocer previamente. Solamente podemos observar los signos de la acción del Espíritu y acompañarla. No podemos anticiparla. Si el Espíritu conduce a las naciones hacia Cristo, no sabemos cuáles son los caminos, las etapas, los pasos actuales. Y, sobre todo, no sabemos más que los mismos paganos. Sabemos incluso menos que ellos, ya que los signos del Espíritu se les dan a ellos, y no a nosotros en primer lugar. Tenemos que aprender de ellos la marcha del Espíritu en su evolución.

 

El Espíritu prepara a la Iglesia en medio de las naciones. Pero no sabemos de antemano como habrá de surgir esa Iglesia o cómo será diferente de las que ya existen. Por eso no necesitamos partir para la misión ya con un proyecto de Iglesia ni con un proyecto de evangelio elaborado. No hemos de tener la pretensión de saber ya previamente hacer la síntesis entre las Iglesias antiguas y las nuevas iglesias que van a surgir. Partimos de aquello que somos y tenemos, y entramos en un proceso de descubrimiento de otras Iglesias por nacer. A lo largo del proceso nosotros mismos nos veremos transformados por el diálogo. Probablemente nunca entenderemos con exactitud lo que el Espíritu está haciendo en los otros. Pero no importa. La ambición de una conciencia eclesial universal que reúna en una síntesis total la fe de todas las Iglesias es expresión de un orgullo sobrehumano. Esa síntesis no está a nuestro alcance de criaturas humanas. La ambición de conocer al mismo tiempo el evangelio para nosotros y el evangelio para ellos va más allá de lo que está humanamente permitido. Ni siquiera los concilios ecuménicos pueden tener esa pretensión. Si nuestros interlocutores perciben en nosotros semejante pretensión, no podrán menos de rechazar nuestro orgullo.

 

El Espíritu es quien revela a Cristo a las naciones. Nosotros lo anunciamos, pero no sabemos cómo van a entenderlo. Lo que importa es la presentación de Cristo tal como él se presentó: por los caminos de la humildad y de la cruz. Cristo parte de la pobreza, de los medios pobres. Se presenta como alguien sin poder. La revelación de Cristo es la revelación de su cruz vivida como camino real. El evangelio de Cristo no es discurso sobre Cristo, sino una manifestación de un Cristo que se hizo esclavo y que fue crucificado. El Espíritu es el que orienta por este camino de humillación.

 

El Cristo de la misión no será un discurso humano sobre Cristo, sino una presencia viva y real de Jesús hecho hombre pobre y sin poder, de una manera capaz de tocar en el corazón de los pobres de las naciones.

 

De esta manera Cristo y el Espíritu están unidos también en la misión, y solamente esta unidad de ambos hace posible la misión en esta hora del mundo.

 

Conclusión. Cristo y el Espíritu no solamente se complementan, sino que la misión de cada persona divina se ilumina bajo la luz de la otra. La ausencia del Espíritu Santo de la conciencia de las Iglesias occidentales creó distorsiones históricas que acabaron legándonos unas situaciones de salida imposible: la primacía de un discurso sobre Cristo, discurso que ya no entiende nadie; una Iglesia animada por una mística de la obediencia, que se ha hecho social y culturalmente odiosa; una misión desanimada y totalmente insegura o totalmente activista y jerárquica, sino de volver a una Iglesia compleja, en la que los dos polos se matizan y complementan. Cristo es Espíritu y el Espíritu es Cristo. Cristo no puede ser conocido por medio de discursos fijos como en una torá. A Cristo se le conoce por medio de la praxis guiada por el Espíritu. Y el Espíritu no inspira cualquier cosa inventada fantásticamente por la imaginación de los cristianos. El Espíritu conduce a los cristianos a someterse a los criterios de la Biblia, de la tradición, incluso, al juicio del magisterio en nombre de estos criterios.

 

  1. Bibliografía

 

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Madrid 1980 , 960-984.

 

 

Transcriptor: Enrique A. Orellana F.

 

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